El tren se detuvo con un largo suspiro.
El traqueteo cesó como si el mundo contuviera el aliento.
Selene apoyó la frente en el vidrio de la ventanilla y leyó el letrero cubierto de herrumbre:
“Estación Los Jazmines”.
Letras gastadas sobre un cartel de hierro oxidado que colgaba torcido, como si no hubiera dormido en años.
El sur de Ardemia.
El aire que entraba por la ventanilla olía a polvo caliente y yuyos aplastados. Bajó con el resto de los pasajeros, cargando su bolso y una extraña sensación de final y principio a la vez. Caminó por el andén sin saber a dónde mirar, ni por qué su pecho latía tan fuerte.
Afuera, la calle era un torbellino de calor. No había música ni vendedores, solo pasos apurados y rostros que no sonreían. El bullicio de la estación parecía disminuir mientras avanzaba por la vereda. Y de pronto…
una explosión.
Sorda, violenta, seguida de gritos.
Una nube negra se levantó desde la esquina opuesta.
La gente corrió.
Una mujer tropezó.
Un niño lloró.
Y Selene se quedó quieta.
No entendía. No podía moverse. Solo oía su respiración en los oídos y el latido de algo antiguo latiendo en su pecho.
Un hombre surgió de entre el humo, corriendo como un animal desbocado.
Tenía un arma en la mano, los ojos perdidos y la boca abierta en un grito mudo.
Y venía directo hacia ella.
No tuvo tiempo de reaccionar.
No pudo gritar.
Solo sintió el viento antes del impacto.
Y entonces, una sombra la cubrió.
Un cuerpo. Un disparo.
Y el mundo volvió a girar.
Cuando abrió los ojos, estaba en los brazos de un hombre.
No cualquier hombre.
Él.
El general.
Vestía su uniforme impecable, con el emblema de mando brillando sobre su pecho.
Su cabello oscuro caía sobre la frente. Sus ojos grises, como niebla sobre acero, la miraban con una mezcla de furia y alivio.
—¿Estás bien? —preguntó, su voz como un trueno contenido.
Selene asintió, sin palabras.
Sentía su corazón golpearle las costillas.
En ese instante, alguien más apareció, corriendo entre la gente:
—¡Selene! —gritó.
Era Eliot. Uniformado, también.
Llevaba el rostro demudado, los ojos encendidos por la desesperación.
La vio en brazos del general y su ceño se frunció.
—¡Apártese de ella! —le gritó, levantando su arma con torpeza.
—Baje el arma, soldado. —La voz del general fue cortante, implacable.
—¿Quién se cree que es…?
—Soy tu superior.
Eliot palideció.
Bajó el arma al instante.
—Señor… no sabía…
—Lo sé —dijo el general, con frialdad.
En medio del humo y la confusión, un convoy de soldados comenzó a reagrupar a los pasajeros. El general dio la orden de llevarlos a un campamento militar cercano, mientras la ciudad era asegurada.
El campamento era un conjunto de carpas verdes y estructuras provisorias a las afueras de la ciudad. La tierra era seca, el sol apenas comenzaba a descender, y el aire olía a metal, sudor y pólvora.
Selene se sentó en una banca de madera, aún sin terminar de procesar lo ocurrido.
—¿Estás segura de que estás bien? —preguntó Eliot, sentándose a su lado.
Ella asintió.
—Sí… solo confundida. Todo fue tan rápido.
El general los observaba desde la distancia. Su expresión era impenetrable.
Eliot notó la mirada, y en voz baja dijo:
—¿De dónde lo conocés?
—No lo conozco —respondió Selene, sincera—. Lo vi en Ardemia del Norte… pero no sabía quién era.
Eliot entrecerró los ojos.
Más tarde, mientras revisaban la lista de pasajeros, el general los llamó.
—¿Se conocen desde antes? —preguntó, mirando a ambos con atención.
—Desde niños —respondió Eliot antes que Selene—. Jugábamos juntos en las praderas de Astaria. Nuestra amistad viene de lejos.
Selene sintió cómo el aire se tensaba entre los tres.
La mirada del general se oscureció apenas, como una tormenta a punto de estallar.
Eliot la sostuvo con orgullo, desafiante.
Y Selene, en medio, sintió que sus silencios decían más que sus palabras.
El resto de la tarde transcurrió entre informes, soldados corriendo, y planes de evacuación. La ciudad seguía en alerta. El campamento se convirtió en un pequeño mundo cerrado. Y entre órdenes y silencios, creció algo invisible entre los tres:
celos.
Incertidumbre.
Deseo.
Al caer la noche, Eliot la alcanzó mientras ella observaba las luces lejanas de la ciudad.
—Selene… quería decirte algo —murmuró.
—¿Qué pasa?
Él bajó la mirada.
—Me asignaron al frente. Salgo mañana.
Ella sintió que el mundo se encogía un poco.
—¿Es peligroso?
—Todo lo es ahora. Pero no quería irme sin decírtelo.
—¿El general lo sabe?
—Sí. Fue él quien firmó la orden.
Un silencio. Un suspiro.
—No me olvides —dijo él, mirándola con sinceridad.
Selene no respondió, pero sus ojos hablaron por ella.
Y en algún rincón del campamento, una vieja caja de música sonó sin explicación, repitiendo una melodía que parecía burlarse del destino:
“La farolera tropezó
y en la calle se cayó…”
La luna había subido alta, redonda y blanca como una moneda recién forjada.
El campamento estaba en silencio, salvo por el murmullo del viento entre las lonas y el crujir de las botas que cambiaban la guardia. Selene no podía dormir. Estaba sentada fuera de la carpa que le habían asignado, envuelta en una manta y con la mirada perdida en el cielo.
Pensaba en Eliot.
En la forma en que le había dicho “no me olvides” como si llevara un peso en el alma.
Pensaba en el general, que no se había vuelto a acercar pero cuya presencia seguía latiendo como un eco alrededor de ella.
Y pensaba en ella misma, en esa niña que había subido al tren buscando aventura… y había encontrado un mundo quebrado.
En ese momento, un soldado pasó junto a ella y le hizo un gesto breve.
—Lo está esperando —dijo sin más, señalando con la cabeza hacia el claro donde los oficiales se reunían.