—¿Puede dejar de moverse de un lado a otro? Pone nerviosos a los caballos—le reprendió George. Se detuvo, pero a los pocos minutos comenzó a moverse de nuevo en el carruaje descubierto—. Señorita Adele.
—Lo siento, sólo estoy algo ansiosa. Mañana llegan los invitados y yo no estoy ahí para los últimos arreglos.
—Estoy seguro que la servidumbre hizo un buen trabajo en su corta ausencia. Así que deje ya de moverse.
Uno de los granjeros había presentado los síntomas de la peste y el doctor Weston había mandado a su hijo por la señorita Adele para que le ayudara con el tratamiento. El hombre no dejó de burlarse en todo el camino de la pequeña caja de color naranja que tenía sobre sus piernas «¿Son tus pociones de bruja?» Adele lo callaba respondiéndole que eran los frascos donde guardaba la plaga de la peste para lanzarla a otro lado y que allí también necesitasen su ayuda, George guardaba silencio, temiendo que fuese real y le echase una, pero supo que no fui así cuando la vio atender al granjero y prepararle un remedio con todo lo que tenía allí. Dejó de burlarse. Ya hacía tiempo su recelo y desconfianza por la gitana habían mermado. A todos le agradaban, así que a él no le quedó más remedio que unirse silenciosamente a ese grupo.
—A veces pienso que a Agathe no le agradará el castillo—comentó ella.
—Le agradará, siempre le ha—se calló abruptamente cuando notó que se iba a dejar en evidencia. Adele lo miró, con interés—. Tiene que agradarle, después de todo, será la condesa ¿no?
—Si todo se da como lo he planeado, sí—acarició la caja con sus dedos, sintiendo algo que no había notado hasta ese momento, tal vez porque George nunca se había atrevido a mirarla por mucho tiempo y no había compartido tanto con él como ese momento—¿Puede mirarme por unos segundos? —inquirió ella. El hombre se giró, perplejo por su pedido y obedeciéndola sin querer—. Usted y la señorita Jones, ¿ya se habían tratado? —evadió su mirada apenas escuchó el nombre.
—En muy pocas ocasiones—respondió, escueto. Adele asintió, reflexiva.
Unos gritos y carcajadas llamaron su atención. Unos quince hombres estaban en medio del camino, por sus atuendos y el idioma que Adele logró escuchar, supo que eran gitanos.
—Maldición. Son unos malditos bandidos—George sacó su pistola. Se puso nerviosa. No quería violencia, pero sabía que algunos gitanos, no le quedaba de otra más que robar. No los juzgaba y tampoco quería que hubiese un funesto desenlace.
Por obvias razones no se apartaron del camino, algunos tenían las manos puestas en sus cinturones rojos, donde guardaban las dagas, los más jóvenes, sólo veían y aprendían. El que parecía la cabeza del grupo, de aspecto más rudo y mirada soberbia, se acercó a ellos.
—Uau, dar aceasta este cea mai frumoasă plajă pe care am văzut-o vreodată (Vaya, pero esta es la paya más hermosa que he visto yo)—rio, relamiendo sus labios. Miró a George, amenazante—. Baja esa arma, bonito. Mira que somos más que tú, no creo que tengas balas suficientes para matarnos a todos.
George no lo hizo, mirándolo también amenazante. El resto fue acercándose uno a uno, rodeándolos. Adele deslizó sus dedos por la caja y lo miró, sin demostrarle miedo alguno.
—Ce ți-au spus bătrânele despre jefuirea ta? (¿Qué te han dicho las ancianas de robar a los tuyos?)— el hombre miró a Adele, conmocionado por oírla hablar su lengua. George la miró, desconfiado
¿Acaso ella estaba con los bandidos?
—Ce ți-au spus bătrânele ca să le întorci spatele? Ce face un român cu un țăran al dracului?!(¡¿Qué te dijeron las viejas para que le dieras la espalda a la tuya?! ¡¿Qué hace un rumano con un maldito payo ?!)
—La ayuda no se le niega a nadie— Abrió la caja y alzó la madera de base. Era un fondo falso y en él, había siete monedas de oro. Adele se las entregó todas, bajo la mirada estupefacta de todos los hombres—. No tenemos nada más y creo que esto es suficiente.
El hombre miró las monedas, aún molesto, batió la mano de Adele. George intentó abalanzársele al hombre por su insolencia. Lo detuvo.
—No necesitamos oro.
—Dar ce spune, tată?! (¡¿Qué dice, papá?!)
—¡Danyalí no se curará con oro! —riñó el hombre a su hijo. Este apretó sus labios. Su padre estaba loco. El oro era capaz de comprar todo.
—¿Alguien está enfermo? —inquirió Adele.
—Es esa plaga maligna, les ha dado a unos cuantos, de los nuestros, ni la medicina ni los rezos han servido. Por eso no nos hemos movido de aquí.
—Puedo ayudarles.
—No quiero ayuda de alguien que les da la espalda a los suyos—la miró, despectiva. Le escupió los pies. George vio el acto, atónito, intentó volver a caerle encima al hombre. Adele le hizo un ademán para que se calmara.
—Entonces—fijó sus ojos verdes e intensos en los del gitano, estremeciéndolo—. No estás lo suficientemente desesperado para salvar a los que amas. Ella morirá, por tu absurdo orgullo. Pierdes la oportunidad que se te ha cruzado en el camino. Oro y vida. Has escogido la muerte.
La duda se reflejó en el rostro del hombre, el resto, esperaba ansioso su respuesta.
—Acompáñanos—sonrió victoriosa. El hombre señaló con la barbilla a George—. El payo se queda.
—Eso no sucederá ¡Señorita Adele! —le reprochó al ver que bajaba del carruaje.
—Tranquilo. Estaré bien.
—¿Qué voy a decirle al conde?
—No le diga nada. Estará demasiado ocupado con los arreglos o en su despacho. Volveré antes de que él siquiera note mi ausencia—dijo ya en un grito, pues se había alejado con el grupo mientras hablaba. Resopló.
Bueno, si no regresaba era mejor. Hace tiempo que quería que se fuera del castillo.
—Esa gitana...
Bien, que hiciera lo que se le diera la gana. No le mencionaría nada al conde porque para él era mejor.
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Editado: 02.11.2020