ADELINE
EL CAMINO A PARÍS
Una novela corta de George Little
ADELINE
EL CAMINO A PARÍS
CAPÍTULO 1
MUERTE, DOLOR Y DUELO
© En el norte de Francia, había un pueblo muy pintoresco, donde todo estaba construido en piedra y madera; y los que lo habitaban, conservaban el estilo medieval que edificaron sus antepasados. Y en aquel bello lugar, pasaban dos vías de tren a dos destinos: uno llevaba a la ciudad de Lille en la frontera belga; y la otra vía conducía a la hermosa ciudad de París, allá por el año de 1937.
Y en las afueras de aquel pueblo, como a un kilómetro y medio de distancia, se situaba una casa grande encima de una privilegiada colina que daba una maravillosa vista; aquel hogar de piedra, cálido y envidiable, era majestuosa y muy bonita, de dos pisos, y sobresalía a todas las demás casas esparcidas en el campo; y a su alrededor... había un precioso jardín muy espacioso, en cuyo lugar vivía una jovencita judía de nombre Adeline. Una bella chica de dieciséis años, de quien contaré su lastimosa historia.
Todo comienza un día en la tarde, cuando Adeline se encontraba en el cementerio del pueblo; ella llevaba una hora en aquel triste lugar, donde la muchachita aún no quería partir, a pesar de la inminente amenaza de lluvia torrencial que se avecinaba, pues estaba conmocionada e invadida por las lágrimas de su duelo.
Casi todos los asistentes a la ceremonia del entierro, se habían ido; los últimos, los íntimos amigos de la familia que iban en marcha a casa, volvían la vista atrás para observarla con lástima por última vez.
—Pobre chica, veo cuánto amaba a su padre—dijo una mujer, compasiva.
Finalmente, solo quedaron con ella su tío Herbert Bonnet, y un jovencito de nombre Hugo, el hermano menor de Adeline.
Posteriormente, ante aquella tarde sombría, un viento se dejó sentir, y ondeó los cabellos alargados de la jovencita contra su rostro. Entonces un relámpago se hizo visible con fugaz iluminación; y segundos después, un trueno rasgó el cielo.
El tío Herbert Bonnet puso su mano sobre el hombro de su querida sobrina, y le decía de nuevo que era hora de partir, pero ella no quería apartarse de aquella triste tumba.
Las primeras gotas empezaron a caer desde el cielo gris, y cada vez más y más. Ante aquello, Herbert Bonnet, insistió por tercera vez en partir, pero a Adeline no le importó que lloviera sobre ella y se mojara. Su tío quiso llevársela a la fuerza, pero ella fue más fuerte y no pudo levantarla del suelo; al final, él desistió, llevándose sólo a Hugo, el joven de catorce años, que, con pasos presurosos, lograron entrar rápidamente al coche negro.
Adeline estaba llorando tanto como nunca antes en su vida, allí, de rodillas, ante la tumba de su querido padre, una tumba con muchas flores recibidas en memoria del señor Arnold Bonnet.
Cuando ya habían transcurrido varios minutos, el único tío que Adeline tenía en la vida, al igual que su único hermano Hugo, estaban impacientes dentro de aquel coche negro. Apenas podían ver a través del cristal empañado de la ventanilla, pues en aquel momento llovía con intensidad, con esporádicos y estruendosos truenos en el cielo, cubriéndose cada vez más con nubes espesas en lo alto que eran traídas por el fuerte viento.
Era el día más triste para aquella muchachita... empapada por aquella cálida lluvia torrencial en pleno verano de agosto.
—¿Dejarás ahí a mi pobre hermana llorando por más tiempo y mojándose de esa manera? —dijo Hugo con cierta exasperación, tras unos minutos de espera, mirando fijamente a su tío, un hombre de mediana edad que tenía un gesto reflexivo debido a la situación de su sobrina, ya que desde que murió su hermano menor, ella solo deseaba morir.
—He permitido que llore para que se desahogue con su pena, pero ya ha sido suficiente —dijo el tío Herbert, visiblemente impacientado, y soltó un profundo respiro, para luego decir a su joven chofer que fuera por ella.
El criado, de una apariencia varonil de nombre Ben Fournier, con apenas veintiún años de edad, salió del coche desplegando el paraguas negro, yendo de inmediato por la sobrina de su jefe. Al acercarse a ella, Adeline no se percató de su presencia cuando él se situó a su espalda.
—Adeline —llamó el joven Ben con una voz suave y delicada.
La joven adolescente torció un poco la cabeza para mirarlo por encima de su hombro.
Ben contempló con aire sereno el dolor de Adeline, cuyos labios de la chica le temblaban entreabiertos, sin que salieran palabras, solo gemidos ahogados.
—Ven conmigo, no te resistas más, por favor. Tu tío está impaciente —le animó él en un tono afable.
En respuesta, ella solo se limitó a mirar la tumba de su padre.