Adicción Irresistible ©

3|Chica Buena.

MAXINE        

MAXINE.

 

Salgo del baño sin dejar de pensar en la estupidez que acababa de cometer. ¿En qué mundo paralelo eso habría salido bien? En ninguno. ¿Cierto? No puedo comprender por qué sigo encaprichada en volver a los viejos vicios.

No. Ya no tenemos siete años. ¿De verdad cree que no lo sé?

Me dirijo a la terraza en busca de Justin; la verdad es que se me han esfumado los ánimos de estar en una fiesta. Tal vez debo tomarme unos cuantos días para acostumbrarme por completo a las miradas insinuantes de las demás personas.

Ubico a mi amigo bailando junto a una chica de una forma que me hace pensar que no terminará la noche sin que terminen follando en algún rincón del edificio. Sin pensarlo dos veces, me propongo a encontrar a Lotty. No pretendo arruinarle la diversión a Justin. Después de todo, él mismo me insistió en regresar a casa.

Solo que no pensé que habría tantas personas mirándome como si fuese una terrorista. ¡Ya me abruman!

Mientras trato de culebrear en medio de toda la multitud, un cuerpo se estrella contra el mío. Y al alzar la mirada, no puedo evitar torcer los labios.

Me cago en la puta.

—Aparte de amnésica, ciega. Permíteme anotarlo, idiota. —espeta, con esa malévola sonrisa abriéndose espacio en medio de sus labios.

Emma Montenegro.

Mis labios se aprietan, y no puedo evitar sentir impulsos homicidas en contra de la chica pelirroja frente a mí.

Le ofrezco una sonrisa amarga.

—Perdona. No te he visto, Emma.

Trato de convencerme de que perder los estribos solo me causará problemas que precisamente en este momento no necesito. Le prometí a mi madre que no me metería en problemas este año.

Sin embargo, he llegado a la conclusión de que me he vuelto un imán para los problemas. Y para la gente de mierda.

—Por supuesto que no. —tuerce los labios, y echa a un lado su melena fluorescente—. Ni siquiera entiendo que haces aquí. Nadie te ha invitado, ex presidiaria.

Oh, ex presidiaria tu madre, imbécil. Me muerdo los labios, y me pincho la lengua con los dientes en un débil intento de mantener la compostura.

De repente, alguien más se une a la conversación.

—Yo la he invitado, Montenegro. ¿Tienes algún problema con eso? —declara, Lotty.

Ella se sitúa junto a mí, y le dirige a Emma una mirada de desagrado. Por lo que puedo intuir, estas dos no se tratan mucho.

Emma se lleva una mano a las caderas, y menea la cabeza.

—No, ninguno. Solo dile a tu amiga que se fije por dónde camina —concreta, antes de alejarse estrellando su hombro ligeramente con el de Lotty.

La miro desaparecer, y lo agradezco. No tengo ni idea de cuánto tiempo más pueda controlarme. La paciencia y yo nunca hemos sido grandes amigos.

Me vuelvo hacia Lotty, y le ofrezco una sonrisa amistosa. Ella se lleva las manos a la boca, y esconde su cabeza entre sus brazos. Sus ojos me ignoran, y una expresión de asombro matiza su rostro.

—No puedo creer que le haya hablado de esa forma... —me mira, y sonríe abriendo mucho la boca—.No debí... ahora podría meterme en un problema con mamá, y...

—¿Podría meterte en un problema con tu madre? ¿Emma? —la interrumpo antes de que pueda terminar de hablar.

Ella aplana sus labios, y asiente con cautela. Sus ojos se abren mucho.

—Sí. Mamá es mejor amiga de su madre, y... —se acalla volviendo a esconder su cabeza entre las palmas de sus manos—. Ni siquiera debería seguir aquí. Ya se me ha pasado la hora de regresar a casa. —la rubia saca su teléfono del bolsillo de su pantalón y parece enviarle a alguien un mensaje. Luego, sus ojos regresan a los míos—. ¿Tu madre sabe que estás aquí?

Niego, y tomo una botella de alcohol que me ofrece una chica al pasar por mi lado. Lotty me dirige una mirada como si hubiese perdido la cabeza.

—Me he fugado de casa. —bebo un sorbo, y limpio mis labios con el dorso de la mano. Lotty palidece—. ¿Te encuentras bien?

—Sí... solo que creo que ambas deberíamos regresar a casa.

Sonrío, y recargo mis caderas de una columna de cemento.

—Ya veo, Gilbert. Eres una chica buena. ¿No es así?

Ella alza las cejas, y se encoge de hombros.

—Depende. Una vez cuando tenía nueve años, la ancianita de la tienda me entregó de más en el cambio, y en lugar de regresarle el dinero, me lo quedé y compré más dulces —se lleva las manos a la frente, y un suspiro abandona sus labios. Me mira de refilón—. Nunca podré olvidarlo.

Se me es inexorable no echarme a reír frente a ella.

—¿De verdad es lo peor que has hecho en la vida? —pregunto, tras darle un sorbo a mi cerveza.




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