Maxine
Nunca he ido a Florida. En realidad, nunca he hecho ningún viaje en mi vida que sea digno de atesorar, pese a haber planificado cientos de viajes alrededor de cada recóndito lugar del mundo. Mi sueño era recorrer hermosos países, y llevarme un recuerdo diferente de cada lugar, pero mis sueños se limitaron a existir en mi memoria por ahora.
Hemos tomado el primer vuelo con destino a Florida para el casamiento de Micah con Rosie, y de Kevin con Mecha. Luego, tomamos un Uber hasta el sublime archipiélago de Key West, bordeando las cristalinas aguas del océano Pacifico. Me mantuve sumergida en el maravilloso paisaje durante todo el viaje, tanto en los aires como en la calidez del pavimento. La emoción ha construido un imperio en mi interior, porque nunca en mi jodida existencia habría imaginado que este día llegaría. ¿Los Collins compartiendo el mismo lugar que los Janssen?
Y, lo que es más, ¿compartir la misma boda?
¡Es una puta locura!
Sin embargo, este día debía suceder para enseñarnos que nuestra enemistad eterna nunca ha tenido motivo de existir. Estábamos tan concentrados odiándonos, que nunca nos dimos una oportunidad de compartir juntos.
Pues, eso estaba a punto de acabar. Y, nada me hacía más feliz.
El reloj marca las 11:23 am cuando arribamos al hotel en el que se celebrará la boda. Específicamente, en el puerto rodeado de las alcalinas aguas esmeraldas del océano. Nuestro vuelo ha sido agotador, porque hemos tenido que madrugar para llegar a tiempo al aeropuerto. Todos seguimos sensibles tras la partida de Jordana, hace casi un mes. De hecho, la boda pautada para aquel entonces, tuvo que posponerse.
Un vestido playero atiborrado de florituras amarillas que contrasta con la tela negra se ciñe alrededor de mi cuerpo mientras contemplo el panorama desde los enormes ventanales de la habitación. El suave oleaje espumoso se rompe contra las rocas, y el viento tibio de una cálida mañana de verano hace ondear a las largas cortinas blancas. El cantado de las gaviotas revoloteando en el cielo me llena de serenidad.
Nos hemos divido tras llegar al lobby del hotel. Las chicas nos hemos venido a la suite principal a hacer la prueba de los vestidos que usaremos tanto las novias, como las damas de honor. Por otro lado, los chicos también se han ido a su suite a elegir sus atuendos para la boda. O, por lo menos, eso indicó Sara que debían hacer. Pero, es cuestionable dado el caso que tan pronto llegaron no dejaban de parlotear que lo primero que harían era estrenar sus trajes de baño en las esplendidas playas del archipiélago.
La suite en la que nos encontramos para hacer la prueba es enorme. Casi ocupa la mitad del piso, y tiene un gran balconcillo con una privilegiada vista al mar. El vestidor también es espacioso. Lo suficiente como para que nos sentemos a evaluar todas las opciones que ha traído Eleonor, la madre de Lotty y Lana, la cual es diseñadora de moda. Más estratégicamente, tiene una no tan oculta vocación por confeccionar vestidos de novia.
Lotty se encuentra sentada junto a mí, dándole la espalda al mar.
Rosie lleva media hora adentro del vestidor mientras todas aguardamos impacientes a que termine de subirse el trozo de tela que le dio Eleonor hace más de diez minutos.
Cuando su silueta se asoma a través del vestidor, todas dejamos de mirarnos los nudillos de los dedos para prestarle atención a la nerviosa novia. Un largo vestido blanco se ciñe acentuando las curvas de su cintura, y admito que me llena de cosquillas el estómago. Ella se ve como la más hermosa de las novias. Su sedosa piel blanca refulge de maravilla, y su largo cabello marrón se encuentra hecho una bolilla.
Nos da una sonrisa, haciendo un pequeño bailecito.
―¿Cómo luzco? ―la ilusión se filtra en medio de su voz.
Kath pega un chillido. ―¡Ya me dieron ganas de casarme!
Todas nos echamos a reír, y Rosie lo toma como un elogio.
Sara le da un vistazo, y noto que sus ojos reflejan la emoción de una madre que está a nada de ver a su hijo casarse con el amor de su vida. Sigue pareciéndome extraordinario el cambio que ha tenido Sara desde que se enteró que, prontamente, sería abuela.
―Te ves muy linda, Rosie.
Rosie se ruboriza.
―Gracias, señora Janssen.
Sara hace un gesto al aire, negando. ―Ya basta de formalidad. Solo llámame Sara.
Kath, a su lado, le lanza una mirada con los ojos bien abiertos a Sara.
―¿Puedo llamarte Sara también? ―le pregunta, esbozando una sonrisa llena de diversión.
Sara niega con un rápido movimiento de cabeza.
―Tú no ―responde escuetamente. Pero, tan rápido como las palabras salen de su boca, descolocando a Kathleen, se echa a reír―. Claro que puedes, tonta.
El lívido desaparece del rostro de Kathleen, siendo sustituido por una expresión de puro alivio.
Eleonor se acerca para ajustar el lazo en la parte de la cintura de Rosie, y su mirada irradia admiración. Ella se siente, evidentemente, orgullosa del trabajo que ha hecho con el vestido.
―Te ves preciosa, Rosie ―digo, mirándole fijamente.
Ella nos muestra una sonrisa nerviosa, y sus blancas mejillas se tiñen de escarlata.
―Bueno ―se acerca a Mecha y lleva sus manos a su cintura. Mecha solo la observa con los ojos al borde de las lágrimas―, todavía no he escuchado la opinión más importante de todas ―se gira hacia nosotras, y hace un gesto con sus manos, indicando que bromea. Regresa su atención a Mecha―. ¿Y?