La luz del portal se desvaneció como un suspiro cósmico, y Antonio sintió su cuerpo flotar en la nada, ingrávido, despojado de todo anclaje terrenal. Cuando abrió los ojos, el tiempo se había deshilachado a su alrededor. No era un lugar, sino un momento suspendido en la eternidad: un salón tallado no en piedra, sino en la esencia misma del juicio divino. Las paredes respiraban con pulsos de energía pura, y la luz danzaba con la sombra en un equilibrio que ningún mortal podría alterar.
Frente a él, los jueces, antiguos guardianes, se alzaban como estatuas de un panteón olvidado. No tenían rostros, solo siluetas esculpidas por siglos de veredictos inapelables. Sus voces no surgían de bocas, sino del tejido mismo de la realidad, resonando en los huesos de Antonio como un recordatorio de su propia pequeñez.
—Antonio—pronunció uno, y el nombre sonó a sentencia—. Has quebrantado el Pacto. Has torcido el destino de los mortales.
Antonio no bajó la mirada. El peso de la culpa ya lo conocía; lo había cargado desde el instante en que extendió la mano para salvar a Daniela. Pero en su pecho, bajo la cicatriz en espiral, ardía una certeza más antigua que las leyes de los Guardianes: algunas vidas valían la condena.
—Sí —admitió, y su voz no titubeó. —La muerte de Daniela era injusta. No me arrepiento—.
El aire vibró. Los jueces alzaron sus manos incorpóreas, y el salón se transformó en un espejo de memorias. Las imágenes brotaron como heridas abiertas: Daniela en grave peligro, Antonio interviniendo, el hilo del destino rompiéndose en un estallido de luz dorada. Pero entonces, como una sombra que se filtra entre los dedos, ella apareció.
Caroline.
Su risa resonó en los confines del juicio, dulce y afilada como el filo de una daga. No estaba allí por accidente. Las memorias la delataban: llevando a Daniela a un lugar solitario, usando su energía divina para volar las bases del edificio abandonado, tejiendo la tragedia que Antonio no había podido evitar sin usar su divinidad.
Los jueces se volvieron hacia ella, y por primera vez, el salón de energía pura tembló.
—Caroline—rugió la voz colectiva, y las runas del Pacto brillaron con furia—. Tú has traicionado tú deber como guardiana.
Antonio contuvo el aliento. La verdad, ahora expuesta, era más fría que el vacío entre mundos: Caroline había sido antes la mujer que amaba y ahora enfrentaba un juicio muy alto tal vez por culpa de él.
El veredicto resonó en el aire como un trueno sellando el destino. Culpable. Culpable en los tres cargos: quebrantar las leyes sagradas, manipular vidas mortales como piezas en un tablero, y lo más imperdonable - traicionar el juramento que sangraba en el alma de todo Guardián.
—Caroline—, anunció el Juez Supremo con voz que hacía temblar los cimientos dimensionales, —a partir de este momento tu castigo será vivir entre mundos como sombra errante. La prisión de Aetheris te acogerá en su seno, permitiéndote forma y libertad... pero cruzando sus umbrales, jamás volverás a salir—.
El rostro de Caroline perdió todo color, sus labios temblaron formando una silenciosa negación que ni siquiera los jueces necesitaban escuchar para comprender. La sentencia ya estaba escrita en el tejido de la realidad.
Un espasmo recorrió su cuerpo cuando la maldición se activó. Su esencia se deshilachó como seda ante el viento, transformándose en algo intermedio entre la existencia y el olvido. Ya no sería de carne y hueso en el mundo humano, sólo un espectro condenado a vagar entre los pliegues de la realidad, capaz de observar, pero nunca más de tocar, de influir, de amar.
La amarga elección se materializó ante ella: libertad etérea como fantasma entre dimensiones, o el dorado encierro de la prisión celestial donde recuperaría su forma... a cambio de una eternidad entre muros incorpóreos.
Sus ojos - aquellos ojos que alguna vez brillaron con la luz de las estrellas primigenias - ardieron ahora con el fuego oscuro de la impotencia. Las sombras se enroscaron alrededor de su figura como serpientes ansiosas, arrastrándola hacia el exilio que había elegido. Porque incluso en su caída, el orgullo de Guardiana le impedía aceptar la jaula, aunque ésta estuviese hecha de oro y luz.
Antes de desvanecerse por completo, su mirada se cruzó por última vez con la de Antonio. En ese instante, entre el destello final de su forma corpórea, ambos entendieron que esto no era un adiós, sino el primer movimiento en un juego mucho más peligroso. Caroline se esfumó entre jirones de oscuridad, pero su risa - fría como el filo de una daga celestial - resonó en el salón del juicio mucho después de que su presencia había desaparecido.
El peso del juicio aún pendía sobre Antonio como una espada a punto de caer. Los jueces, figuras impasibles talladas en luz y sombra, volvieron su atención hacia él. Caroline había sido la artífice de la tragedia, pero él había cruzado la línea sagrada del Pacto con los ojos abiertos. No había inocencia que reclamar.
Las voces de los jueces resonaron en un murmullo cósmico, tejiendo y destejiendo posibilidades en el telar del destino. Finalmente, el líder alzó una mano y el silencio se hizo absoluto.
—Antonio—, declaró con tono que hacía vibrar el aire, —tu sentencia será idéntica. Como a Caroline, se te revocarán los privilegios de la forma corpórea—.
Pero antes de que las palabras se convirtieran en irrevocable realidad, Antonio encontró una fortaleza que no sabía poseer. —Déjenme proponer mi propio castigo—, interrumpió, su voz era firme, aunque el eco de su corazón retumbaba en sus oídos.
Los jueces, criaturas inmutables que habían presenciado el nacimiento de constelaciones, mostraron por primera vez un atisbo de curiosidad. Antonio alzó la mirada, y en sus ojos ya no había rastro del Guardián que fue, solo la determinación de quien ha tocado fondo y encontró allí una verdad más profunda.
—No deseo existir como espectro entre mundos, ni encerrarme en una prisión dorada—. Respiró hondo, sabiendo que la siguiente frase cambiaría todo. —Háganme humano. Si ya no puedo ser Guardián... déjenme ser uno de aquellos por quienes rompí las reglas—.