En el corazón palpitante de la ciudad, donde los rascacielos arañaban el cielo como agujas de cristal y acero, una elegante torre de vidrio ahumado reflejaba el cielo cambiante, pasando del gris plomizo de la mañana a los destellos dorados del sol que intentaba abrirse paso entre las nubes. El piso veinticinco era un santuario de poder y discreción, hogar de las oficinas de Los Centinelas, una agencia envuelta en un aura de exclusividad, casi etérea e inalcanzable. El acceso estaba restringido por múltiples capas de seguridad, desde reconocimiento facial en los ascensores privados hasta sofisticados sistemas de encriptación que protegían sus archivos. Solo un selecto grupo de clientes, hombres de negocios influyentes, políticos poderosos y figuras públicas de renombre, conocía su existencia, y los rumores susurrados en círculos de confianza decían que eran los mejores en el arte delicado de “proteger el honor” de los hombres traicionados, restaurando la reputación y la estabilidad de aquellos que habían sido víctimas de la infidelidad femenina.
Los fundadores:
Sentados en un despacho que parecía haber sido meticulosamente diseñado para proyectar autoridad y sofisticación —las paredes revestidas en impecable mármol negro veteado de gris, los muebles de líneas puras y minimalistas en cuero oscuro y acero pulido, y una barra de whisky de caoba oscura siempre bien surtida con las etiquetas más exclusivas— estaban los tres hombres que, con una visión compartida y un resentimiento latente, lo dirigían todo. La luz tenue que se filtraba a través de las persianas venecianas motorizadas creaba un juego de sombras que подчеркивало sus perfiles definidos.
* Adrián Velasco: Con sus ojos de un azul intenso que recordaba las profundidades heladas del océano Atlántico y una mandíbula marcada que denotaba una voluntad inquebrantable, Adrián poseía la elegancia natural de un hombre que había nacido y crecido en la opulencia. Su cabello castaño oscuro, siempre peinado con un ligero aire de descuido estudiado, enmarcaba un rostro que, a pesar de su juventud, ya mostraba las líneas sutiles de la determinación y la preocupación. Vestido invariablemente con trajes impecables de lana italiana que parecían hechos a medida para su atlética figura, Adrián era el rostro público de Los Centinelas, el encargado de recibir a los clientes con una cortesía distante pero efectiva y de proyectar una imagen de éxito y confianza. Sin embargo, detrás de esa fachada de caballero perfecto, de hombre que parecía tenerlo todo, se ocultaba un pasado lleno de heridas profundas y una promesa silenciosa. Su mejor amigo desde la infancia, Tomás, un hombre noble y generoso, lo había perdido todo —su matrimonio, su negocio, su salud mental— a manos de una mujer que, con una maestría manipuladora, lo había despojado de todo, dejándolo en la ruina emocional y financiera. Adrián había sido testigo impotente de la lenta destrucción de su amigo y, en el lecho de muerte de Tomás, juró en silencio nunca permitir que otro hombre sufriera una traición similar sin ofrecerle una defensa implacable.
* Diego Marín: Alto y de complexión atlética, con el cabello oscuro como la noche perfectamente peinado hacia atrás, revelando una frente amplia y unos ojos penetrantes de color avellana que parecían analizar cada detalle de su entorno. Su sonrisa, cuando la ofrecía, tenía el poder de desarmar a la persona más escéptica y podía ganarse la confianza de casi cualquiera que se cruzara en su camino. Diego era el experto en operaciones encubiertas de Los Centinelas, el maestro del disfraz y la infiltración. Era el más astuto y adaptable del trío, capaz de mimetizarse en cualquier círculo social, desde las fiestas exclusivas de la alta sociedad hasta los bares clandestinos de mala muerte, recolectando información valiosa sin levantar sospechas. Su apariencia relajada y su actitud desenfadada ocultaban un corazón endurecido por la amarga experiencia de la traición. Su primera novia, el amor de su juventud, lo había abandonado sin contemplaciones por un hombre mucho mayor y considerablemente más rico, una herida que, aunque cicatrizada, aún dejaba una marca de cinismo en su visión de las relaciones. Esa experiencia lo había convertido en un observador perspicaz de las dinámicas de poder y la ambición en las relaciones.
* Sebastián Vega: El cerebro financiero y el analista de datos del grupo, Sebastián era el más reservado y silencioso de los tres, pero su precisión y su capacidad para desentrañar complejas redes financieras eran sencillamente letales. Con una barba perfectamente recortada que le daba un aire intelectual y siempre con gafas de diseñador de montura fina que ocultaban unos ojos grises y penetrantes, era el responsable de rastrear los movimientos financieros de las esposas infieles, de desenterrar sus secretos ocultos y de desenmascararlas con datos sólidos e irrefutables. Su mente analítica y su atención obsesiva al detalle le permitían ver patrones donde otros solo veían caos. Un matrimonio fallido con una mujer que lo había utilizado sin escrúpulos para ascender en la escala social, manipulando sus emociones y aprovechándose de su generosidad, lo había transformado en un hombre pragmático y desconfiado, con un único objetivo claro y definido: impartir una forma de justicia fría y calculada a aquellos que se atrevían a jugar con los sentimientos y la confianza de los demás.
Mientras revisaban los detalles de un nuevo caso que involucraba a un influyente banquero sospechoso de malversación de fondos, una notificación discreta pero insistente apareció en la pantalla central de la mesa de conferencias: Actividad sospechosa detectada en las cercanías. Adrián Velasco frunció el ceño ligeramente, sus ojos azul intenso fijos en el informe que acababa de aparecer. La información era escueta, pero intrigante: un aumento inusual de tráfico en una frecuencia de comunicación encriptada y la detección de una pequeña anomalía en el sistema de vigilancia de la zona.