El aire era más denso que antes. Como si el Reino se hubiera tragado a sí mismo.
Kalista caminaba detrás de la ninfa del fuego sin saber cuánto tiempo había pasado desde que escuchó por última vez el sonido del viento. Sus pies crujían sobre ramas secas, pero esas ramas no eran ramas. Eran costillas. Dedos. Trozos de algo que una vez fue humano, o casi.
La vegetación que la rodeaba era antinatural. Las hojas susurraban en lenguas que le revolvían el estómago. Había raíces que se movían solas, apartándose a su paso como si temieran el tacto. O peor: como si reconocieran en ella una amenaza. Como si ella ya no fuera enteramente una huésped.
Al fondo, un cristal quebrado brillaba débilmente, como el ojo moribundo de una bestia.
Era un invernadero. O lo había sido. Ahora parecía una jaula abandonada por los dioses.
—Aquí comienza tu prueba —dijo la ninfa con voz grave, casi maternal—. Aquí se forjan las flores que sangran.
Kalista tragó saliva. En su muñeca, la flor tatuada ardía suavemente, como si pulsara con vida propia. Un recordatorio. Un aviso.
Entró sin ser invitada.
El calor golpeó su rostro como una bofetada. El interior del invernadero era un caos orgánico. Vides negras trepaban por las paredes de cristal roto, plantas carnívoras chasqueaban entre sí como si se susurraran secretos. Había flores con dientes, flores con ojos, flores que se mecían al ritmo de un suspiro que no era suyo.
Y, en el centro, una mesa de piedra con una copa transparente. Dentro, un líquido espeso, tan oscuro que devoraba la luz.
—Es veneno —dijo la ninfa con suavidad—. No el tipo que mata el cuerpo. Sino el que revela lo que realmente eres.
Kalista no respondió. Se acercó. La copa vibraba ligeramente. Como si respirara.
El cuervo apareció entre las vigas superiores, observándola. Un ojo cerrado. Otro brillante. Silencioso como un presagio.
—¿Y si no lo bebo? —preguntó Kalista, apenas audible.
—Entonces ya estás muerta —respondió la ninfa sin emoción—. Pero si lo haces… puede que vivas. De otra forma.
Kalista cerró los ojos.
La copa estaba fría.
Y cuando lo bebió supo que el veneno tenía dientes.
---El mundo se resquebrajó. No como un cristal, sino como un cráneo.El mundo se resquebrajó. No como un cristal, sino como un cráneo.
Cayó de rodillas. El líquido le ardía en las entrañas, trepaba por su garganta como si intentara salir. Gritó, pero no hubo sonido. Todo se volvió líquido: el suelo, el aire, su sangre. Era una gota flotando en un océano de recuerdos que no le pertenecían… o que había olvidado por voluntad.
Un campo de amapolas negras. Ella corriendo, pequeña, riendo. Al fondo, su padre. No tenía rostro. Solo una sombra con voz de eco.
—Siempre fuiste demasiado intensa —decía la figura—. Demasiado para amar. Demasiado para quedarme.
El campo ardió. Las amapolas se retorcieron como si sintieran dolor. Y ella se vio a sí misma, otra vez niña, intentando apagar el fuego con sus manos desnudas. El calor le arrancaba la piel, pero no lloraba. No podía. La culpa era más fuerte que el dolor.
—¿Por qué no te quedaste? —susurró Kalista.
—Porque naciste con espinas en el alma —respondió la sombra—. Y yo no sabía cómo abrazarte sin sangrar.
Todo se quebró. Ahora flotaba en un lago.
El agua estaba helada. No podía respirar.
Una figura emergió: era ella misma, pero cubierta de líquenes, con los ojos vacíos. La imitaba. Se movía con un retraso leve, como un reflejo maldito.
—¿Qué has hecho con nosotras? —preguntó la figura—. ¿Dónde enterraste las partes que ya no soportabas?
Kalista quiso responder, pero solo salió sangre de su boca. El reflejo se reía.
Entonces vinieron más versiones. Kalistas llorando. Kalistas que gritaban. Kalistas que la insultaban.
—¡Nos diste la espalda!
—¡Nos hiciste tragar tu miedo!
—¡Te escondiste bajo excusas!
—¡Preferiste sobrevivir que ser humana!
Ella cayó al fondo del lago. Oscuridad. Silencio. Un vientre de muerte.
Hasta que algo la rozó.
Un ala.
Una pluma.
El cuervo.
Estaba allí, mirándola, pero no volaba. Flotaba como una sombra espesa.
—Tienes dos caminos —dijo con voz grave—: dejar que el veneno te disuelva… o hacer del veneno un lenguaje nuevo.
—¿Cómo?
—Crea. Nómbrate otra vez. Convierte tu herida en un arma. Si no puedes curarte, transfórate.
---
Kalista despertó jadeando. Estaba empapada en sudor, sangre y algo que no tenía nombre. El invernadero seguía latiendo. Las flores la observaban. Ya no la temían. La reconocían.
Temblorosa, se arrastró hacia un banco cubierto de musgo. Una caja de vidrio había allí, con ingredientes extraños: pétalos negruzcos, espinas largas como agujas, lágrimas cristalizadas en frascos diminutos. Sus manos se movieron sin pensar. Mezcló. Trituró. Agregó su propia sangre.
Cada gota hacía que las plantas gimieran como si sintieran placer.
Cuando terminó, el líquido era rojo oscuro, casi negro, pero no del todo. Tenía la textura del amanecer tras una noche sin fin.
Bebió.
Y esta vez... no gritó.
El brebaje descendió por su garganta como fuego líquido. Sintió cómo las venas se le iluminaban por dentro. Sus uñas se agrietaron. Su piel vibraba. Pero no había dolor.
Era nacimiento.
Era metamorfosis.
Era destino.
El cuervo se posó sobre su hombro. No dijo nada. Pero su ojo brillaba con complicidad.
Kalista se incorporó.
Sus piernas temblaban, pero no cayó.
Se miró las manos: bajo la piel, algo palpitaba. No humano. No flor. Algo nuevo. Una mezcla. Una hija del Reino… y del veneno.
La ninfa del fuego apareció al umbral, observándola con una mezcla de miedo y respeto.
—No hiciste el antídoto —dijo.
Kalista la miró con ojos encendidos, más antiguos de lo que deberían.
—Porque ya no era veneno.
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misterio muerte traicion, libro de amor con magia, misterio y dolor.
Editado: 28.07.2025