Akila: los ángeles caídos

Capítulo 5

◣El inútil buen servidor◢

Creí que aquello era producto del gran golpe que había sufrido mi cabeza, pero cuanta más consciencia recibía, más real se volvía.

Las alas de Immanuel eran negras, tanto que casi no se distinguían sus plumas, si no fuera por los bordes dorados que había en algunas partes, ni siquiera tendrían luces ni sombras.

Las plumas no terminaban solo en las extremidades, sino que también cubrían un poco de su espalda. Eran cautivadoras, enormes. Cuando él se puso de pie y las extendió, casi tocaban ambas paredes laterales de la habitación...o quizás estaba exagerando, pero así lo viví en ese momento. Se volteó y me vio con unos ojos que parecían el cielo mismo. Nunca había visto una belleza similar. El gran impacto provocó que murmurara:

—¿Usted sí es un ángel?

Me había escuchado y simplemente rió, se acercó a mí y limpió la sangre que salía de mi nariz de una manera demasiado sexy.

—No—contestó con voz ronca—. Solo soy un akila.

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Cuando mis ojos se volvieron a abrir tenía frente a mí a un hombre con bata. Un doctor estaba comprobando si mis pupilas reaccionaban. Me incorporé con un gran dolor de cabeza, el cual se incrementó al escuchar a mi tío gritar:

—¿Te criaron idiota? Solo te dije que hicieras un simple trabajo y derramaste café sobre las reservaciones del mes ¡y no me avisaste lo único que te pedí que me avisaras! ¿De qué vales, muchacho? ¿No puedes hacer nada?

De repente, sentí mucho frío en esa habitación. Cada una de esas palabras fueron puñales filosos a mi frágil ego. Nunca había sido bueno soportando los insultos y regaños y menos de un hombre que hacía caridad contigo.

—Cálmese, señor—intervino Immanuel, quien ya no presentaba las enormes alas de antes y llevaba una polera negra hasta el cuello—. Fue mi culpa. Yo le pedí que no dijera nada a nadie. Necesitaba un poco de paz.

Por un momento creí que mis errores iban a ser perdonados, pero todo se esfumó cuando Orlando volteó a verme con ojos despiadados.

—Junta tus cosas y vete. No puedo tenerte aquí si no puedes hacer nada—sentenció.

Nunca voy a olvidar lo humillado que me sentí en ese momento. Me fui del cuarto lo más rápido que pude, pero no sin antes golpear mi rodilla con uno de los muebles cerca de la puerta. Eso solo incrementó la humillación. Al salir me topé con Lucián y Miori, pero no me detuve para contemplar sus rostros, seguramente, de burla. Me fui a mi habitación, empaqué con prisa, sin dejar rastro de que alguna vez estuve ahí y me fui.

Corrí arrastrando las maletas y llevándolas como podías, recogiéndolas siempre que se caían. El llanto no me dejaba respirar y las lágrimas se metían en mi nariz con cada resoplido. Las palabras de Orlando eran flechas que caían del cielo buscando asesinarme. No podía evitar que estas se mezclaran con las otras tantas similares que habían teñido mi vida tiempos atrás. "Fracasado" "Bueno para nada" "Agua fiestas" "Aborto fallido" "No te quiere ni tu perro, por eso se murió" "Caída libre de mocos" "Escoria mal nacida", todas ellas acompañadas de golpes, quemaduras, torniquetes en la piel y marcas que duraban meses. Nunca fui bueno soportando cosas y las olas de la vida eran muy duras. Ni siquiera era un hombre de letras para justificar mi cobardía y desapruebo social con inteligencia. Las buenas notas que tenía las había ganado a causa de sangre, sudor y lágrimas. Era como si el mundo estuviera acribillándome ¿Acaso sería posible vivir sin dolor? Sin importar cuánto lo intentara, nunca lograba alejarme de él. Nadie podía medir sus palabras hacia mí, nadie se preocupaba por mí y cargar conmigo mismo era demasiado pesado. Hacer eso sin amor era imposible.

Corrí más fuerte al creer que mi mayor logro en la vida había sido solamente una beca. "Dieciocho años y solo pude ganar una beca", me dije. Nunca fui bueno valorándome a mí mismo.

Todo se detuvo cuando mis pies dejaron caer rocas al vacío de aquel precipicio. Y un recuerdo invadió mi mente al ver el cielo. La sonrisa de mi padre. Sus ojos estaban orgullosos de mí. Y mi vida tenía un sentido. Su amor era todo lo que necesitaba. Al recordarlo, solo atraje un pensamiento que no había tenido desde que llegué: el vacío inquebrantable que resonaba a mi alrededor. No tenía a mi padre, no tenía a nadie ¿Por qué hacer las cosas si no estaba él a quien mostrárselo a quien probárselo? ¿Por qué vivir si no podía verlo, ni despertarlo en las mañanas con un desayuno antes de trabajar? ¿Por qué ser yo si él no estará orgulloso de mí?

Mi cuerpo ni siquiera producía eco en la inmensidad de ese espacio. No servía ni siquiera para sostenerme en pie.

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—No me gusta meterme en los asuntos de los demás, pero ¿no cree que fue muy duro con él? Es su primera vez fuera de casa—dijo Immanuel al ver partir a Greco con el llanto en la garganta.

Acto seguido, sus intenciones de continuar defendiendo al muchacho se vieron interrumpidas por la presencia de dos jovencitas que sostenían un cuaderno y un bolígrafo cada una.

—Sabía que estaba en el hotel, podía sentirlo—murmuró Lucián viendo al joven de forma hipnotizada.

—Estamos listas—aseguró Miori—. Mantuve a Luan al tanto todo el día y ya sabe exactamente lo que hay que hacer.

Ella asintió frenéticamente con la cabezo, orgullosa de sí misma.

—Así que esta es la famosa Lucián de la que tanto me han hablado—comentó Immanuel viéndola de arriba a abajo.

—Así es, Alteza—intervino Orlando—. Ella es mi nieta, Lucián. Estoy muy agradecido de que...

—¡Ya no me trate así, señor!—exclamó el joven con una gran sonrisa—Es mi deber como su servidor y príncipe de todos ustedes...bueno, a ella no la conozco—dijo señalando a Miori.




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