Akila: los ángeles caídos

Capítulo 12

◣Caja de cristal◢

Un techo blanco, un reloj que marcaba las 12 p.m. Por un momento creí que estaba de nuevo en el hospital, pero una voz llamaba a mi nombre:

—Greco...Greco...Greco—Se escuchaba lejana, difusa. Mi vista nublada se iba acomodando poco a poco igual que mi audición—. Greco...—Pero no era mi oído. Diego estaba susurrando.

Aún no caía en mí, pero sé que las paredes eran imaginarias. O mejor dicho invisibles. O mejor dicho...transparentes. Nos encontrábamos en cajas de cristal que llegaban a las paredes. Miré a mi derecha y pude ver a Diego recostado sobre este cristal intentando despertarme. Una de esas paredes invisibles nos separaban, pero eso no me impedía notar lo lastimado que estaba. Su nariz estaba rota, al igual que su labio. Susurraba, hablaba con dificultad y sus piernas temblaban. Estaba teniendo un ataque de pánico. Había vómito cerca de él. Más allá había algunos akilas, otros humanos—los cuales creo que eran humanos—, personas deformes y cosas que ni sé si estaban vivas. Intenté moverme, pero mis manos estaban esposadas a mi espalda.

—Greco...Greco...Lo siento—musitaba, mi amigo—. Les dije dónde está Lucián. No lo soporté. Lo siento…

Sentía que un par de clavos se incrustaban en mi cien. El dolor de cabeza era casi insoportable. Veía a todos lados y solo me encontraba con personas y seres extraños en esas cajas de acrílico. Al girar a mi izquierda, me encuentro con una mujer, llena de rastas, de labios dorados y varias joyas y unas vestimentas inusuales. Me miraba con sus profundos ojos negros, ni siquiera pestaneaba.

En ese momento, unos hombres, vestidos con equipos de protección, ingresaron a su pieza. La voltearon en el piso y rompieron sus ropas dejando su espalda descubierta. Pude notar cómo un tatuaje resplandecía en la parte superior derecha de su espalda. Los hombres, mientras que la sostenían evitando que se zafe, abrieron una caja y sacaron un círculo de hierro ardiendo y no dudaron ni un segundo en apoyarlo sobre ese tatuaje. La mujer pegó un grito desgarrador.

—Oigan...—intentaba gritar desde mi lugar—. Oigan…¡Ya déjenla!

Me arrastré hasta el cristal y lo único que se me ocurrió fue comenzar a golpear mi cabeza contra la pared para llamar su atención.

—¡Déjenla! ¡Basta!—insistía.

Los hombres se voltearon a verme y fue en ese instante en que un brillo cegador nubló nuestros ojos, permitiéndole a la mujer soltarse y agarrar el círculo ardiendo para quemar sus ataduras.

Lo que siguió, fue una de las golpizas más brutales a esos hombres por parte de la joven. Estaba por desnucar a uno, cuando el otro, como pudo, tomó un parachoques de su cintura y la electrocutó. Una vez que ella cayó al suelo, los dos se arrastraron hasta fuera y cerraron la puerta.

—¿Estás bien?—le pregunté.

Respiraba agitada, estaba recuperándose, pero aún así me miró y dijo con la voz entrecortada:

—Ahora van por vos.

Inmediatamente, mi puerta se abrió y entró un hombre con una silla a cuestas. La colocó a unos pasos de mí, luego me levantó del brazo y me sentó en ella. Acto seguido, se presentó.

—Hola, soy el sargento Marqués y quiero hacerte unas preguntas, ¿si?

Instantáneamente vi a mi amigo. Cada vez sentía más terror y las palpitaciones en mi pecho se hacían más fuertes.

—Bueno, para ponerte al tanto: tu amigo ya nos contó que ustedes cuidan de la akila que estamos buscando—El tipo caminaba por toda la habitación y yo no podía quitarle la vista de encima. Hablaba tanto con la voz como con sus manos que se movían sin parar y hacían formas extrañas—. Así que quiero que lo veas y notes que eso ocurre cuando intentan resistirse y no colaboran.

Una risa salió de mi boca. Realmente creí que era una mala jugada por parte de ellos.

—¿Qué es tan gracioso?—preguntó extrañado.

Volví a sonreír y contesté:

—Tu falta de observación.

Mis manos estaban atadas a mis espaldas, pero era bien fácil encontrar cicatrices en mi cuerpo. Si hubiese sido más listo, sabría que el dolor no era mi mayor debilidad.

—Bueno, parece que eres gracioso y eso no me gusta…

—Mal por ti.

—Y por ti—quiso refutar.

—No lo creo—contesté.

El hombre dio un par de vueltas más a mi alrededor hasta posarse frente a mí. Sacó del bolsillo interno de su sacó una manopla de hierro y la mostró con claras intenciones de amenazas. Luego suspiró profundo y preguntó:

—¿Dónde está Lucián Siola?

Silencio.

Volvió a suspirar con pesadez y apoyó el hierro frío sobre mi pómulo izquierdo.

—El mundo es un lugar feo, muchacho. Y sería menos horrible si cooperas con él.

—Sí, sí, sí—contesté ya acostumbrado y cansado de lo mismo— El mundo es horrible. La vida un asco. El sistema no sirve. Pero ¡Hello! Te tocó vivir en este mundo inservible. Ahora: ¿Qué vas a hacer? ¿Vas a ser un conformista o un revolucionario?

—Oh—Rió el hombre—. Tenemos un joven fuerte de voluntad, entonces.

El hierro ya no estaba frío, se había calentado con mi sangre.

La conciencia casi se escapa de mi cabeza con el decimoquinto golpe, pero la ironía nunca se iba.

—JAJAJAJA—Me reí en su cara mostrando hasta las caries de mis muelas—¡Lanza otro, por favor!

—No puedo creer que pidas golpes—murmuraba el hombre. A ese paso, él se cansaría antes que yo.

—¿Sabes cuántas veces lo intenté? ¡Lo lograrás! ¡Hazlo!

—Estás demente—susurró secándose el sudor con la manga de su camisa transpirada. Luego estiró el brazo y señaló a Diego—¿Acaso quieres que lo mate a él?

Volví a reír.

—¡Mátalo! Mil veces he pasado la muerte, una más no me hará nada ¡Tengo orgullo, cabrón! Te haré sufrir más de lo piensas y tu no podrás ni tocarme ¡Acabaré con la poca cordura que te deja dormir en las noches! ¡El mundo está hecho para matarnos entre nosotros…! Qué el más fuerte sobreviva—susurré y, en un movimiento inesperado, le di un cabezazo en la ingle.




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