Norton terminó en la cocina y optó por dirigirse al deck. A encerar y guardar la tabla, a leer, a dormir una siesta, cualquier cosa que le permitiera respirar aire fresco.
Stu no pareció advertir que pasaba a su lado. Seguía muy quieto frente a la laptop, una mano cubriendo apenas su boca, cigarrillo y cerveza en la otra. Se tomó su tiempo para leer todo lo que ella escribiera, y entonces lo leyó de nuevo. Luego se demoró allí, en la mesa, los ojos perdidos otra vez más allá de la ventana, sintiendo el tirón del aire salado y el rumor de las olas. ¿Cuánto hacía que no prestaba atención al sonido del mar? ¿Lo había escuchado tan sólo un instante desde que llegara? No lo recordaba.
Ella no había agregado nada más. Había dicho cuanto tenía por decir, y tal como anticipara, le dejaba tiempo y espacio para reaccionar como quisiera.
Vivo.
Ella decía que el siempre parecía estar tan vivo.
Para bien o para mal.
Suspiró.
Su mirada regresó de la ventana a la pantalla. Se movió por las líneas apretadas y parejas de letras impersonales, frías, anodinas. Y sin embargo, ella las había utilizado para expresarse con mucha más libertad que cuando le escribiera de su puño y letra. Tal vez porque no sabía a quién le hablaba realmente.
No había dicho nada necesariamente contradictorio con su carta, simplemente se había soltado en otra dirección. Tenía la sensación de que ella había podido expresarse mejor, o diferente, porque no había sentido la necesidad de poner distancia o mantener una pose. En su carta había buscado acentuar la cuestión emocional, su respeto a nivel artístico, poniendo ambas cosas muy por encima de cualquier atracción física. Y allí había una forma de respeto que sólo entonces sospechaba: le había escrito una carta que él hubiera podido leer con Jen. Ningún ‘Stewie dame sexo’ ni nada por el estilo. Algo correcto, respetuosamente amigable, y distante.
Volvía a sentir ese tirón llamándolo al aire libre. Y al mismo tiempo quería responderle, que supiera que su silencio no se debía a una opinión negativa sobre lo que ella acababa de confiarle.
Dejó el cigarrillo colgando entre sus labios y movió los dedos sobre el teclado, sin llegar a escribir. Vaciló, ladeó la cabeza hacia un hombro, pensativo, escribió y borró y volvió a escribir.
“Si me permites decirlo, es una excelente respuesta, y me agradó mucho. Me gustó lo que dijiste y cómo lo dijiste.”
Fumó con la vista baja, sabiendo que ella no tardaría en responder, y sonrió de costado al escuchar el sonido del mensaje entrante.
“Pues muchas gracias, de verdad. No sé por qué, pero en realidad acabo de contarte algo que no le he dicho a nadie más, porque siento que es algo muy personal. Y temo que voy a pasar días y días torturándome, preguntándome por qué diablos te lo dije.”
Stu alzó las cejas. Era la primera vez que ella no se mostraba confiada y segura, definiendo.
“A veces resulta más fácil abrirse a un extraño que a alguien que te conoce.”
“¿Te refieres a que lo hice porque no te conozco, no sé nada de ti, y por eso no me preocupa lo que puedas pensar de mí?”
Stu volvió a sonreír. Que no lo conocía. En cierto sentido era la estricta verdad. Y en otro sentido era mentira. Porque de alguna manera ella había sabido intuir qué decirle y cómo en esa carta, desde que lo tenía allí sentado, hablando con ella desde la noche anterior.
Apagó el cigarrillo, vació la cerveza. Le hubiera gustado llevar la conversación al aire libre, pero detestaba estar atado a la computadora.
“Tal vez,” respondió. “Y ya que confiaste en mí, te voy a contar algo sobre mí mismo a cambio, aunque no tiene comparación. No estoy en San Francisco, sino en Hawai, y mi mejor amigo me está esperando con nuestras tablas de surf para bajar a la playa.”
“Buen Dios, ahora me puedo morir de envidia oficialmente.”
“¿Tú también surfeas?”
“¿Yo? ¡Me tropiezo con mis propios pies! ¿Cómo podría mantener el equilibrio sobre una tabla? Pero amo profundamente el mar. ¿Puedo pedirte un favor?”
Le gustó poder devolverle su respuesta de la noche anterior: “Adelante.”
“Si puedes, toma unas fotos del atardecer en el mar, para mí. Pero lo hagas o no, por favor, sal de una vez y corre unas olas. ¡Disfruta esa belleza tanto como puedas! ¡Vete, vete! ¡No pierdas el tiempo en internet cuando podrías estar en el mar! ¡Adiós!”
Stu se quedó mirando la pantalla, esas palabras que le pedían que saliera a disfrutar el océano, esa persona que le pedía que la dejara por el mar. Se le escapó un suspiro tembloroso de recuerdos y asintió como si ella pudiera verlo.
“Bien, me voy. Hasta luego.”
“No, amigo: hasta mañana. Yo me convertiré en calabaza mientras tú estás en el mar. ¡Disfrútalo!”
Ahí estaba otra vez: había vuelto a llamarlo ‘amigo’. ¿Usaba esa palabra con un criterio demasiado liberal?