Esa tarde, después de encerar y guardar su tabla, Stu se reunió con los Finnegan en la cocina. Vació con ganas un cartón de jugo cítrico y enfrentó a su amigo sonriente.
—Hora de arrancar, Ray —dijo, secándose los bigotes con el dorso de la mano.
La expresión de Finnegan pedía algo más específico.
Stu asintió decidido. —Europa. Tenemos una gira pendiente, ¿verdad? Bien, hora de salir a la carretera.
—Muy bien.
—Y luego, estoy pensando en una gira solista en el extranjero. ¿Me acompañas, pendejo?
—Seguro. —El guitarrista se dio cuenta de que no había sonado todo lo entusiasmado que Stu esperaba—. ¡Por supuesto! ¿Por qué no?
Stu volvió a asentir y arrojó el cartón vacío al cesto. Se volvió hacia Ashley para guiñarle un ojo. —Tú también vienes, ¿verdad?
Ella se apresuró a sonreír. —Por supuesto, Stu. Hace varios años que no me llevan de gira con ustedes.
—Perfecto. —Stu señaló hacia el interior de la casa—. Iré a cambiarme. ¿Tienen ganas de salir a cenar? Tengo antojo de mariscos.
Los Finnegan volvieron a asentir con caras de que era el mejor plan del siglo y lo vieron irse a su recámara como si nada.
Sin embargo, Stu se detuvo al pasar por el comedor, donde el guitarrista dejara la computadora. La abrió, miró algo y siguió hacia su dormitorio. Veinte minutos después volvía a detenerse frente a la computadora, bañado y cambiado para salir a cenar, lo cual para él era unas bermudas cargo, camisa de mangas cortas y tenis. Se sentó a la mesa, se rascó la barba pensativo, se apartó el cabello húmedo de la cara, tanteó alrededor hasta dar con sus lentes.
Era evidente que Ray y Ashley le ocultaban lo que ocurriera realmente la última vez que hablara con C, y que no se lo dirían nunca. Y como no era un chat, no había quedado ningún registro de lo que dijeran. Stu no lograba recordar más que partes sin demasiada coherencia. Sí recordaba lo enojada que estaba ella, y que lo había acusado de no amar a sus hijas. Lo recordaba porque eso era lo que finalmente lo había hecho reaccionar.
Esa tarde hizo memoria a una charla con C varias semanas atrás, en la que le había preguntado cuáles eran sus canciones favoritas de Slot Coin. Se decidió por From the Other Side y le escribió un par de versos:
“Solo aquí
Tan lejos de todo
Son tus plegarias
Lo que me ayuda a seguir.”
Cerró la computadora con un suspiro y fue a reunirse con sus amigos.
Se sintió bien esa noche, cenando afuera con ellos, hablando con vecinos y amigos surfers que paraban a saludarlo, sorprendidos de que aún estuviera en la isla.
Sí, era hora de volver al continente, retomar su vida, cumplir los compromisos pendientes. No sería sencillo, claro que no, pero era la única forma de empezar a buscar cómo seguir adelante.
Lo primero que hizo al volver a la casa fue abrir la computadora, rezongando para sí mismo que ya parecía un maldito millenial. Sabía que allá en el sur era demasiado tarde para que C estuviera conectada, pero quería ver si ella había leído o respondido el breve mensaje que le dejara.
Y sí, había hecho ambas cosas. Le había respondido con otra canción: la Plegaria de Dante, de Loreena McKennitt. Se acodó sobre la mesa, cigarrillo y copa de vino en mano. Mientras cargaba el video, leyó los versos que ella le dejara:
“Vuelve tus ojos al océano
Arroja tu alma al mar
Cuando la noche se haga interminable
Por favor, recuérdame.”
Y había agregado: “Ésta es mi plegaria favorita. Me gustaría compartirla contigo, mi amigo más querido. Corre una por mí.”
Una sonrisa afectuosa curvó los labios de Stu. “Nos vemos al amanecer.”