La larga pausa que siguió no resultó una sorpresa.
Te oí suspirar y me obligué a permanecer en silencio.
Ya había formulado mi pregunta.
Prendiste un cigarrillo. Te imité.
—Yo… Voy a necesitar más vino —dijiste, y pusiste ante la cámara tu copón lleno hasta la mitad—. Esto no me alcanza para responderte.
—Lo siento, caballero. Administre sus recursos, porque no tiene permitido dejar su lugar —repliqué.
Porque no quería darte oportunidad de que pensaras demasiado tu respuesta. No quería que tuvieras ocasión de elegir demasiado las palabras. Sabía que mantendrías el compromiso de ser sincero, pero lo que quería era el primer borrador de tu honestidad, antes del primer rayón.
No protestaste, sólo volviste a suspirar.
Me armé de paciencia, sabiendo que tu kinestesia se iba a divertir de lo lindo a costa de mi ansiedad.
—Muy bien, veamos —murmuraste, y alzaste la voz a tu volumen normal—. Voy a Argentina porque estoy harto de esta mierda.
Me quedé de una pieza y sentí que me ponía tan colorada que me ardían las orejas. Me pregunté si me animaba a preguntarte a qué te referías. Me estremecí al ver que girabas la computadora con lentitud, hasta que en mi teléfono apareció tu pecho y tu camiseta azul de The Clash. Alzaste ambas manos y moviste los dedos.
—¿Ves mis manos? —preguntaste muy serio.
—Sí —murmuré con aprensión.
Estiraste los brazos. —¿Y ves mis brazos?
En otro momento hubiera pensado algo como, ‘sí, y están mejores que los de Stewie Masterson, que tiene los brazos más lindos del mundo.’ Esa noche me limité a repetir: —Sí.
—¿Ves algo entre ellos, entre mis brazos?
Tu pregunta me desconcertó. ¿Qué clase de trampa era ésta?
—¿No? —aventuré.
—Bien, eso es lo que me tiene harto. Estoy cansado de este hueco frío entre mis brazos. Porque ahora mismo, tú deberías estar llenándolo, y no estás. Porque estás demasiado lejos de mí para que te abrace. Y sé que no puedes permitirte el lujo de un viaje hasta aquí. Pero yo sí puedo pagarlo. Así que soy yo el que va. Punto.
Yo seguía helada, enfrentando el teléfono con el ceño fruncido, completamente desconcertada. Por un lado, tus palabras acababan de matarme de la emoción. Y por otro, no entendía por qué hablabas con tanta rabia, como si estuvieras enojado conmigo, o con mi planteo, o con…
—Una noche tuve un sueño —seguiste, y tu acento volvía a ser sereno e introspectivo como siempre—. Habíamos estado hablando de los amigos que perdimos, ¿recuerdas esa ocasión?
—Sí —asentí en voz baja.
—Cuando me fui a dormir, soñé con esa conversación. La estábamos teniendo de nuevo, pero estábamos sentados lado a lado al aire libre, no sé dónde. Hablar de Johnny me ponía muy triste, y tú estabas triste también, recordando a tu amiga Verónica. Llorabas en mi sueño. No a los gritos ni nada parecido, pero las lágrimas no dejaban de rodar por tus mejillas. Comencé a llorar yo también. Porque aún lo echo tanto de menos, y su muerte aún duele tanto. Y porque tú estabas tan afligida como yo. Y en mi sueño, te tomé en mis brazos, te estreché contra mi pecho, y me hizo sentir tan bien, ¿sabes? Porque nada puede remediar sus ausencias, pero ahora nos tenemos el uno al otro, tú y yo. —Volviste a alzar un poco las manos, esta vez como si las estuvieras mirando, y reíste por lo bajo—. Y desde entonces, abrazarte se convirtió en mi fantasía contigo.
—¿Tu qué? —exclamé, incapaz de no interrumpir al rey de los comedidos que me soltaba semejante expresión.
—Mi fantasía —repetiste, como si no dijeras nada descabellado.
Traté de contener la risa sin demasiado éxito. Volviste a reír por lo bajo, conmigo.
—Sí, lo sé. Suena un poco exagerado, ¿verdad? —dijiste con suavidad—. Pero yo no soy como tú, ¿sabes? Tú tienes una forma de utilizar las palabras, de compensar la distancia física entre nosotros. Sabes hacerme sentir que me abrazas, o me palmeas la mano, o me tocas el hombro. Yo no sé hacer eso. Soy mucho mejor interlocutor en persona, y… —Suspiraste—. Y en verdad necesito más vino, así que quédate donde estás porque regreso enseguida.
Te levantaste con rapidez. No alcancé a protestar porque volviste antes de que yo pudiera extirpar mi cerebro de lo que acababas de decir.
—Aquí estoy —dijiste, sentándote frente a la computadora.
Te escuché llenar el copón: habías traído la botella para no volver a interrumpirte.
No esperaba que siguieras hablando por iniciativa propia, pero me sorprendiste una vez más.
—¿Sabes? No sé si tengo otros motivos específicos para ir. Y ahora que lo pienso, me doy cuenta de que nunca me molesté en imaginar nada más allá del momento de encontrarme contigo. Y abrazarte, por supuesto. Tomarte en mis brazos y estrecharte hasta cortarte la respiración. Apretar mi cara contra la tuya y hablarte al oído. Decirte, ‘Aquí estamos, nena, al fin.’ —Tu acento cálido, afectuoso, me hizo pensar que sonreías, y tus palabras lo confirmaron—. Estoy sonriendo como un imbécil de sólo imaginarlo, ¿sabes? —Hiciste una pausa que borró la sonrisa de tu acento—. No quiero hablar de sentimientos, nena. Ni los tuyos, ni los míos. No hasta que te tenga tan lejos como el ancho de la mesa de un bar.