Tras una noche inquieta, Emma despertó en la penumbra de su habitación, donde las sombras jugueteaban con la luz tenue que se filtraba por las cortinas entreabiertas. El suave murmullo del viento acariciaba las hojas de los árboles fuera de su ventana, creando una armonía nocturna que aún resonaba en su mente. En ese instante, entre el sueño y la vigilia, la expectación palpable de la jornada que se avecinaba llenó el ambiente.
El despertador, un intruso sonoro en la calma matinal, rompió el hechizo de su imaginación, devolviéndola bruscamente a la realidad. Sin embargo, a diferencia de otras mañanas, Emma recibió ese sonido con ansias. Se sentó en la cama y respiró hondo. La idea de explorar la casa de enfrente, que su vecina le había descrito como un escenario de misterios y secretos, inyectaba una nueva vitalidad a su día. Cada paso que daba resonaba con determinación, como si el mismo suelo la animara a seguir adelante.
Aprovechando su voluntad, se vistió rápidamente y descendió las escaleras para tomar el desayuno. En la cocina rebosante de luz matutina, los aromas tentadores de la primera comida llenaban el aire, creando una sinfonía irresistible para los sentidos. El chirriar de la tostadora se mezclaba armoniosamente con el sutil goteo de la cafetera, mientras el vapor caliente se elevaba, tejiendo un ambiente acogedor que abrazaba cada rincón.
Emma, con la mirada ligeramente ensimismada, se sentó a la mesa donde un tazón humeante de avena, adornado con rodajas de plátano maduro y un toque de canela, emitía un aroma reconfortante que evocaba recuerdos de mañanas familiares. La jarra de jugo de naranja fresco destilaba su esencia cítrica, añadiendo un toque vibrante a la escena.
Su madre, con el delantal impoluto, movía con destreza las espátulas sobre la sartén, donde claras de huevo danzaban y se transformaban en una obra maestra dorada. El sonido sutil de los huevos chisporroteando se entrelazaba con el murmullo suave de la radio de fondo, creando una banda sonora hogareña. Las notas de conversación casual entre madre e hija resonaban en la cocina, añadiendo un matiz de calidez al ambiente.
—Buenos días, mamá. —saludó, tratando de contener la emoción que tintineaba en su voz.
Minerva, alzando la mirada de la sartén, la observó con sorpresa.
—Buenos días, cariño. ¿Qué tal ayer el paseo? —preguntó.
Emma compartió detalles sobre su entretenida caminata y la conversación que mantuvo con su vecina, quien le contó algunas cosas sobre la casa de enfrente. La expresión de su madre oscilaba entre la curiosidad y la preocupación, mientras absorbía cada palabra de la historia.
—La señora Rodríguez fue muy amable —continuó, con la boca llena, tratando de articular las palabras correctamente—. Me contó que la familia que vivía en la casa era feliz hasta que su hija desapareció. Un tiempo después, también lo hizo el señor Morales y, tras esto, su esposa perdió la cordura. Además, mencionó que hay rumores de cosas extrañas que sucedieron allí hace mucho tiempo. Parece que hay más misterios de los que imaginaba. —explicó, con un tono de curiosidad evidente en su voz.
Su madre asintió, interesada en la historia.
—¿Y qué piensas hacer ahora? —preguntó Minerva.
Emma, con ojos centelleantes, respondió—. Voy a investigar, quizás encuentre algo interesante o alguna pista sobre lo que sucedió en esa casa.
Se levantó de la silla, recogiendo sus cosas para salir, mientras su madre la observó con un matiz de preocupación en sus ojos.
—Ten cuidado, cariño. —dijo con tono preocupado.
—¡Lo haré, mamá! Nos vemos luego. —respondió con una sonrisa, antes de salir apresuradamente hacia allí.
Se detuvo frente a la casa de la acera opuesta, con su mirada fija en aquella vieja construcción que se alzaba imponente y desafiante ante ella. Desde esa nueva perspectiva, la residencia se alzaba como un monumento de secretos olvidados. La fachada, cubierta por enredaderas que trepaban como serpientes y sombras danzantes que se proyectaban por las ramas de los árboles, exudaba un aura misteriosa y cautivadora que llamaba a su intriga. Aunque había pasado innumerables veces frente a esa puerta de metal gastada, hoy algo la impulsaba a cruzar ese umbral.
La puerta, aunque común a primera vista, cobraba una nueva dimensión cuando se miraba con ojos inquisitivos. Emma imaginaba todas las historias que habría presenciado, desde los días de risas y alegrías hasta los momentos oscuros que, según la señora Rodríguez, habían marcado la historia de la familia que alguna vez habitó la casa.
Con paso firme, pero cauteloso, atravesó el complicado jardín delantero, que parecía tener vida propia, hasta alcanzar la entrada principal. Empujó la puerta con delicadeza y, para su sorpresa, se abrió con un chirrido que resonó como un eco del pasado. El oscuro pasillo que se desplegaba frente a ella parecía un portal a lo desconocido. Se aventuró en la penumbra, donde las telarañas tejían historias invisibles y el polvo suspendido en el aire evocaba la quietud del tiempo.
A medida que avanzaba, cada crujido de madera bajo sus pies resonaba como un susurro ancestral. Las habitaciones se revelaban ante ella, llenas de muebles antiguos que aguardaban silenciosamente, como guardianes de recuerdos que esperaban ser desenterrados.
Su curiosidad crecía a la par que la atmósfera misteriosa se apoderaba de ella. Un escalofrío de emoción y anticipación recorrió su espalda mientras se disponía a explorar los secretos que permanecían al otro lado, esperando ser descubiertos por sus ojos curiosos. Continuó avanzando hasta llegar al final del pasillo, donde se topó con una escalera que ascendía al piso superior. Decidió subir, impulsada por la intriga y el instinto. Al llegar arriba, divisó una puerta entreabierta que dejaba filtrar un rayo de luz. Se acercó con cautela y la abrió lentamente, con la esperanza de encontrar respuestas a sus incógnitas. Lo que presenció la dejó sin aliento. Su corazón latía con fuerza mientras observaba la habitación que una vez perteneció a Almudena.