Cinco años después y en algún lugar de la selva ecuatorial de la Guayana francesa, se encontraba Alex. Entre las ciudades de Saint-Élie y Saül. Rara vez se solía perder, pero siendo ésta su primera vez en la Guyane, como también se le conocía a este país, creía que se podía permitir ese lujo. Al final siempre lograba superar todos los obstáculos. Poseía un mapa. Un mapa de la selva, justo con una X bien grande y bien roja en la parte superior del mapa con ciertas coordenadas apuntadas. Llevaba un GPS en la otra mano. A veces perdía señal, y volvía a recuperarla. Era un cacharro algo viejo. Alex siempre pensó, que cuando consiguiese dinero, se compraría uno mucho mejor. Se paró, miró hacia los lados, y hacia arriba, como si fuera un turista, pero sólo veía árboles, plantas autóctonas y un cielo bastante azul. En realidad, parecía un bonito lugar para perderse. Eso sí, hasta que caía la noche. En ese caso, mejor encontrar refugio.
Como buen Aries, Alex era una persona que arriesgaba. No dudaba en decidir algo, aunque al final no fuera lo más aconsejable. Impulsivo que seguía mucho su instinto. Instinto depredador, como él decía. En ese preciso instante, se sentó sobre una roca y se lió un cigarrillo. Se relajó, y trató de leer bien el mapa y el aparato. Porque estaba llegando a la conclusión que andaba en círculos. Tocar la armónica le ayudaba a focalizar.
De repente a través de un walkie, que llevaba en un bolsillo, se escuchó la voz de Celia.
—Alex, ¿encuentras algo? Cambio.
—Negativo. Estoy demasiado perdido. Vente hacia mis coordenadas.
Ambos estaban buscando un águila de plata. Un objeto que perdió Napoleón Bonaparte en 1815 en la batalla de Waterloo, y que fue robada del Museo de la Legión de Honor de París haría unos meses. Todo apuntaba a que el ladrón lo escondió en algún punto recóndito de este lugar, el cual, según unas pistas, trataban de hallar. Celia masticaba un chicle ansiosa. Pero, si hay algo que aprendió de Alex es a no darse por vencida. Llegaron hacía dos horas en un helicóptero que habían fletado. Se dividieron para intentar encontrar el famoso sitio, pero ninguno tuvo suerte. Siguieron andando por la selva recordando viejos momentos. Como aquel en el que Alex le pidió matrimonio. En otro emplazamiento paradisíaco, cómo no.
Se habían enterado del hallazgo porque el alemán, Klaus Schmidt, les había contratado para ello. Era un excéntrico coleccionista. También había pagado por sus servicios al ladrón que robó el águila. Y ahora tanto Celia como Álex también le traicionaron, y emprendieron su viaje en solitario para quedarse con el objeto.
Tras varios minutos caminando en cierta dirección, hallaron un pequeño refugio. Una pequeña casa de madera. Se miraron extrañados, y Alex tomó el mando a la hora de decidir qué hacer. Se acercó sigilosamente a la casa. Se asomó por una ventana que había, y allí vio lo que andaban buscando. Sonrió. Miró hacia dentro de la casa y la encontró vacía. Rompió el cristal de la ventana con el codo y trepó hacia dentro de la casa. Cogió el águila lentamente y volvió a salir.
—¡Aquí está, Celia! ¡Ha sido más fácil de lo que esperaba! —sonrió.
No dio tiempo a nada, cuando repentinamente aparecieron varios hombres armados, que le rodearon. Todos llevaban ametralladoras. Apareció Klaus. Era de mediana edad e iba vestido de manera impecable, de blanco. En ese momento, a Alex se le hizo un nudo en la garganta.. Alex ya se la había jugado al alemán años atrás. Le había robado y no sólo eso, sino que, tras una pelea, le había dejado una gran marca en la cara. Una cicatriz que le atravesaba la cara.
—Veo que te acuerdas de mí, Alex. —dijo con acento alemán.
Celia en ese momento le cogió el águila a Alex de sus manos, y se lo dio al otro.
—Creo que hoy la vida te ha dado una lección. No deberías fiarte de todo el mundo.