31 de diciembre: un año después...
Caminaba por las calles newyorkinas, aún no me acostumbraba a ese invierno. Copos de nieve caían sobre mí, era la última nevada. Había mucho tráfico y las personas se miraban apresuradas, tenía mucha lógica, era el último día del año. Había salido a caminar, solo quería mantener mi mente ocupada, aún necesitaba hacerlo, en especial, en momentos como esos.
Aunque uno quisiera dejar sus recuerdos atrás, siempre había algo que los regresaba.
Una brisa.
Un aroma a perfume.
Un olor a comida.
Una librería.
Un grupo de amigos.
Una familia en un parque.
Una moto pasando a toda velocidad.
Una canción.
Un gesto.
Y todo volvía a abrirse nuevamente, como una ola, y me sumergían hasta hacerme saber que, no podía escapar de los recuerdos.
Ese era uno de esos días, puesto que el año pasado, yo quemaba junto a mi familia todos mis tormentos y ese año lo haría yo sola. Miraba a los indigentes y creía sentirme tan sola como ellos, y yo sabía que había sido mi decisión, pero no tenía idea de que en ese tipo de fechas, era cuando uno sentía más la soledad y comenzabas a extrañar a tus seres queridos.
Llegar a esa ciudad fue fácil, acostumbrarme a ella, fue lo difícil. No batallé en cuestión de un hogar, comida, movilidad o dinero, puesto que mi ex esposo se encargó de mi comodidad.
Solo era yo, contra una enorme ciudad. Y el problema no era Nueva York, ni su gente y mucho menos sus costumbres.
El problema era yo.
Los primeros días me la viví encerrada, comiendo como persona en depresión y devorando el catálogo de Netflix. Eso fue hasta que me vi al espejo: mi cabello parecía un nido de telarañas y mi rostro estaba tan pálido, que ahora sí me parecía a Merlina Addams. Me dije a mí misma: «ya basta, Jul». Estaba en Nueva York, ¿cuántas personas no querían estar en este lugar? La ciudad no tenía que conocerme, yo tenía que conocerla y entonces salí.
Tenía una cuenta bancaria, podía vivir con esa cuenta sin necesidad de trabajar, Marwan había sido muy expléndido y sabía que él se sentiría feliz de que yo gastara ese dinero.
Mi lujoso apartamento estaba en La Quinta Avenida, no me sorprendió, Marwan tenía muy buenos gustos. Lo llamé cuando llegué, y le dije que había sido demasiado, él solo me dijo: «eso es poco, para todo lo que tú te mereces. No lo rechaces, esto no». Por supuesto que no lo rechacé, pero nuevamente le agradecí. Cuando terminamos la llamada, pensé en que lo nuestro sí podía haber funcionado, me gustaba y tenía todo para enamorar a una mujer, pero no quería ser como él.
Solo quería ser Jul, una chica normal.
Y con una conciencia genial.
Estaba en una nueva ciudad y decidí que también iba a cambiar de estilo. Caminé horas, entré a muchas tiendas y elegí atuendos más elegantes.
Estilo Wichmann.
No tenía el apellido Wichmann en mi cédula, pero sí lo llevaba como un anticuerpo.
También cambié mi look, teñí mi cabello a color negro.
Una copia barata de los Wichmann.
Sí, mi conciencia seguía traumada con los Wichmann. Lo peor fue, cuando perdí totalmente el contacto con ellos, eso fue algo pronto. No hubo manera de contactarlos, pero ellos sí sabían de mí, y esperaba que pronto volvieran a comunicarse.
Han pasado 84 años...
En realidad, habían pasado diez meses. Lo último que supe de Marwan, es que estaba muy estresado por una misión que se complicó, solo esperaba que estuviera bien.
Esperé a que pasaran tres meses para llamar a mamá, quería estar lista para hacerlo. Se puso muy feliz por mi llamada, me contó que Liam ya se había marchado a España y que la llamaba todos los días, dijo que se escuchaba bien, y de verdad me alegraba por mi hermano. Yo le conté que me había separado, no quise profundizar y ella tampoco me quiso preguntar. Lo único que mencionó, fue que ella deseaba que pudiera ser feliz y que si en algún momento no me sentía cómoda con mi nueva vida, que jamás olvidara que podía volver a casa.
Eso jamás pasaría...
No podía herirla con decirle que no, así que solo le dije que lo sabía, pero que estaba bien con mi nuevo método de vida. Hablé con Asher y finalmente hablé con Leonel, ambos se alegraron mucho por mí. Me despedí de ellos cuando sentí un nudo en la garganta y les prometí que pronto los llamaría. De esa promesa, pasaron ocho meses.
Me era difícil llamar a casa y no saber de él. Me era difícil llamar y no preguntar cómo estaba, si siguió sus sueños, si me hizo caso, si era feliz, si ya tenía a alguien más... Para eso último, aún no me sentía preparada.
Todos los días tenía sesiones por videollamada con mi psicólogo, era con el único que me podía abrir.
Y no como quisiera...
Me desahogaba, lloraba y le decía que ya no aguantaba más, que tenía unos fuertes impulsos por tomar un avión e ir a buscarlo, decirle que lo seguía amando y que era estúpido pensar que podía olvidarlo.
Ryan me calmaba, me aconsejaba y me explicaba que lo importante nunca se olvidaba, solo se superaba y que eso no era de un día, o meses, sino que era un proceso largo. Dijo que tenía que salir, conocer a personas y elegir a quién podía dejar entrar a mi vida. Pero ese era el problema, que no podía dejar entrar a nadie, porque tenía miedo de que volvieran a lastimarme o de yo hacerles daño.