Algo bonito

Capítulo 2

—¿Bien?

—Bien —acepté.

Como había supuesto, mi mamá me terminó dando una extensa charla sobre no-tienes-trece-años compórtate-como-se-supone-que-deberíasClaro que sí. Porque hacer fiestas cuando salen tus padres —en mi caso, solo mi madre— no es de adolescentes. ¿En serio?, quise reclamar. De acuerdo, ella nunca me había privado de hacer mis propias fiestas durante sus viajes a Weakland por trabajo, tampoco me había negado beber alcohol siempre y cuando no fumara o me drogara, pero... ¿mentir a los padres no era acaso la regla número uno de un adolescente?

—Repítelo, Chris.

—Entendí todo, mamá. No soy un niño —protesté.

—Repítelo —exigió esta vez con más énfasis.

—Te avisaré cuando haga fiestas. No dejaré que los invitados suban al primer piso. Limpiaré cuando la fiesta termine. No me acostaré con nadie en la sala. No me drogaré. Y no mentiré más —susurré repitiendo lo que me había exigido.

—¿Y? Te faltó algo.

—No le diré Daniela a Daniel nunca más —dije riendo.

Ella rió conmigo y asintió satisfecha.

—Entonces termina de ordenar la sala. Luego limpia el baño. ¡Y no te quejes! —añadió advirtiéndome con su dedo índice.

—Sí, señor —imité ser un soldado y empecé a levantar los vasos de plástico rojo que se esparcían sobre la alfombra de la sala.

La sala era un verdadero caos, pero nada comparado a lo que había sido la noche anterior. La música sonando al máximo, el tumulto de personas empujándose entre sí, el olor fétido a humo y alcohol mezclado con el calor de los cuerpos sudados. Evidentemente, meter a mitad de la preparatoria en mi casa era una idea bastante estúpida. Sin embargo, no había podido evitarlo al saber que mi madre estaría ausente ese fin de semana. Los beneficios inmediatos habían sido los que me habían empujado, inicialmente, a organizar la fiesta. Bailar, beber y divertirme siempre había sido mi meta. Aunque claro, también tenía una parte mala: tener que limpiar los domingos por la mañana. Y solo.

Dingdong.

El timbre sonó cuando llevaba una hora intentando, sin mucho éxito, quitar la mancha de alcohol de un cojín que estaba sobre el sofá. Creyendo merecer un descanso, caminé hacia la puerta y abrí.

—Hola —musitó al otro lado la única persona que abría sus ojos exageradamente en forma de saludo.

—Ho-hola —saludé abriendo mis brazos al instante.

Sin dudarlo, ella se arrojó entre éstos y la estreché con fuerza. Era el saludo que teníamos desde que, probablemente, tuvimos edad suficiente para saber lo que era un abrazo. Mamá decía que la primera vez que nos vio abrazándonos fue en nuestro cuarto cumpleaños, cuando sus padres y mi madre decidieron hacernos la fiesta compartida. Con el tiempo se hizo una costumbre. Todos los seis de diciembre, ella y yo celebrábamos el cumpleaños, a veces en su casa y otras en la mía. Era casualidad que nuestros padres se hubiesen conocido en el Hospital de Castacana, cuando nuestras madres compartieron la misma habitación de parto y tuvieron que derivarlas al quirófano casi a la misma hora. Ese día habíamos nacido ambos, Santana y yo. Lo que no era casualidad, era que después de diecisiete años, ella y yo siguiésemos siendo mejores amigos.

Ella se apartó de mi cuerpo y su sonrisa se borró al mirar hacia la sala.

—¿Qué pasó aquí? Es como si un millón de elefantes hubiese estado de paso —titubeó mirando hacia el papel colgado del ventilador y las paredes cubiertas de manchas pegajosas.

Hice una mueca.

—Algo así —expliqué nervioso—. Ayer llegó Daniel y organizó una fiesta —mentí.

—¿Daniel? Pensé que no era un chico de fiestas. Es... es demasiado tranquilo.

—Bueno, dos años en la universidad lo han cambiado al parecer —titubeé.

—Eso parece —aceptó ingresando como si fuera su propia casa, aunque en realidad la suya fuese mucho más amplia y siempre estuviera impecable.

Ella caminó alrededor de la sala observando detenidamente cada espacio.

—¡No te sientes! —grité en cuanto la vi inclinarse sobre el sofá. Santana arrugó su nariz, luciendo confundida, y se detuvo en el aire. Una pregunta quedó colgando de sus labios ante mi exclamación—. Daniel volcó un vaso de... de... alcohol encima. Te ensuciarás —alargué incapaz de detener la mentira que cada vez se hacía más grande.

Diablos, si ella supiera lo que había hecho encima de ese sofá. Los gritos jadeantes de Mia en mis pensamientos me alejaron del recuerdo.

—De acuerdo, no me sentaré ―dijo apretando los labios con incomodidad.

—Bien. Mejor quédate quieta y espérame mientras termino de limpiar aquí. Luego hacemos algo, ¿de acuerdo? ―propuse.

Ella, contrario a lo que le dije, caminó hacia mí. Se detuvo a un paso y entrecerró aún más los ojos.

—¿Por qué estás limpiando tú?

Mi boca se abrió de repente.

—P-po-porque Daniel está durmiendo, ya sabes...

—¿Y limpias por él? Nunca fuiste colaborador, menos con tu hermano —añadió viéndose con cada segundo que pasaba más desconfiada.

—Ah, este, yo... —balbuceé y reí nervioso.

Santana empezó a reír.

—No sabes mentir, Chris. ¿Sabes que siempre que estás nervioso ríes estúpidamente? Deberías decirme la verdad —se adelantó.

Volví a reír nervioso. Decirle la verdad equivalía a confesar una cadena de mentiras. Una cadena verdaderamente larga teniendo en cuenta que, con cada pequeña mentira que decía, se sumaba otra en el futuro.

Desde que habíamos empezado las vacaciones de verano, yo había empezado a hacer fiestas en mi casa, inventando excusas a mi amiga cada vez que ella me preguntaba acerca de algo que tuviera que ver con mis preparativos. Nunca pasó por mi cabeza, ni pasaría, poner a Santana entre mis invitados. Ella era mi única y mejor amiga, no cabía duda para mí, pero no cuando de fiestas se trataba. Santana no era como el resto; no le gustaba la música fuerte a menos que fuese Lilly Grace, tampoco le agradaba el olor a cigarrillo y mucho menos era fan del alcohol. Debido a todo eso, había evitado contarle sobre la fiesta de la noche anterior... y sobre lo que había hecho en ella y en todas las otras fiestas a la que había ido las últimas semanas.




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