Algo bonito

Capítulo 8

—¡¿Qué diablos es esto?!

El grito de Daniel me hizo despertar. Miré a mi alrededor y me pregunté lo mismo, pero al contrario de mi hermano, yo supe la respuesta en el instante en que los recuerdos cayeron en mi cabeza.

Una maldita fiesta había dejado mi casa patas arriba.

―¿Y por qué mierda estás durmiendo en el sofá? —continuó.

—Deja de gritar —pedí demasiado mareado y soñoliento como para captar su malhumor. Me levanté del sofá, donde me había quedado dormido la noche anterior debatiéndome si debía escribirle otro texto o no a Santana, y mi cabeza dolió—. ¿Qué hora es?

—Hora de que te levantes —respondió Daniel arrugando su nariz a todo lo que veía.

Giré la cabeza en busca de algún reloj.

—Son las diez de la mañana, puedo seguir durmiendo —gruñí al ver la hora. Luego lo miré a él y a su expresión desvelada—. ¿Recién estás llegando? ¿Dónde estuviste? —averigüé tratando de atar cabos.

—Yo no te pregunto qué haces cuando sales —murmuró—, así que no tienes derecho a preguntar. Aunque lamento informarte que a diferencia de mí, tú tienes mucho que limpiar y ordenar, querido hermanito —acotó en tono burlesco.

—Vete a la mierda, Daniela —le devolví.

...

Terminé de limpiar después del mediodía. Y recién cuando hube almorzado unos pegajosos y desabridos macarrones con queso que Daniel había hecho en el microondas, decidí dar una vuelta en mi auto.

Necesitaba pensar, estar solo, o quizá... quizá solo conducir.

No obstante, mi corazón trastabilló cuando supe en la dirección que había estado conduciendo durante los últimos minutos. Bajé la velocidad, aparqué a la orilla de la calle y suspiré frustrado. Por supuesto que lo sabía.

Desde que había subido un pie a mi destartalado y viejo auto, lo único que había tenido en mente había sido a Santana, y en ningún momento había dejado de pensar en la disculpa que le debía.

A medida que caminaba por el sendero de piedras en la entrada de su casa, me sentía más y más indeciso. Rodeé la casa, dispuesto a entrar por la puerta trasera, y entonces me detuve apenas atravesé la cerca que me separaba del patio trasero.

El sol brillaba con glamur detrás de unas dispersas nubes blancas, pero a pesar del maravilloso día, mis ojos quedaron estancados en la escena que transcurría a metros de mí, bajo la sombra de un frondoso árbol. Un árbol en el que años atrás Santana y yo habíamos jugado a escondernos en las ramas más altas. Allí donde le había contado mis más grandes miedos, en el mismo donde una tarde de invierno la había visto resbalarse y caer de culo en la nieve. Allí donde, muchos años atrás, ella había hecho la pregunta que nos seguía uniendo.

¿Quieres ser mi mejor amigo?

Recordé la punta de su nariz roja debido al frío, el gorro de lana que le había cubierto gran parte de su cabeza incluidas las orejas, y sus dientes castañeando mientras esperaba por mi respuesta.

Jamás me arrepentiría de haberle dicho: sí, amigos para siempre.

Una risa estridente y contagiosa me sacó del trance; mi mente viajó al presente instantáneamente.

En ese momento quise tener un poder como los que tenían los superhéroes que Santana tanto admiraba. El poder para congelar la escena frente a mis ojos, pensé, para poder recordar a mi amiga como la dulce e inocente heroína que siempre se las ingeniaba para captar la atención de sus hermanos, ya fuese con una capa azul sobre sus hombros mientras fingía volar, o imitando sonidos que en vez de sonar como reales parecían onomatopeyas salidas de uno de sus cómics.

Sin embargo, al no tener dicho poder, lo único que hice fue parpadear, sonreír para mí mismo y prometerme que nunca olvidaría la versión aniñada de Santana que tanto lograba enloquecerme.

Jamás.

Di otro paso para estar en su campo de visión.

—Chris —balbuceó todavía con sus brazos extendidos como si estuviese volando en una imitación femenina de Superman.

—Perdón. No quise interrumpir la escena —me disculpé sintiéndome fuera de contexto.

Tanto Julieta como Jacobo reían con genuino interés, sentados sobre una manta en el suelo y atentos a la graciosa imitación de Santana y a su disfraz infantil. Disminuí la brecha que me distanciaba de ella y, sin esperar alguna reacción de su parte, la estreché entre mis brazos.

Suspiré sobre su hombro, sin importarme su postura rígida, e inhalé su aroma. ¿Siempre olía a caramelo dulce y derretido?

La apreté contra mí con más fuerza.

—Chris —susurró inmóvil.

—¿Qué? —dudé con los ojos cerrados, todavía incapaz de soltarla.

—Me estás asfixiando —respondió con un hilo de voz.

Sonreí junto a su oreja y aflojé el agarre, pero no la dejé ir.

—Chris —volvió a llamarme.

—¿Ahora qué? —pregunté abriendo los ojos y bajando mi brazo a su cintura.

—Puedes soltarme —titubeó.

—No quiero.

¿Yo había dicho... eso? Mi pecho se contrajo.

—¿Estás bien? —indagó con su voz teñida de confusión.

—Perfectamente —asentí retrocediendo un paso, aunque sintiendo mi ceño fruncirse. Solo quería abrazarte, omití—. ¿Tú estás bien?

—Uhm, sí —balbuceó.

Mi frente se arrugó aún más al ver su mueca indecisa. Al instante, se sonrojó levemente y ladeó la cabeza. Estaba por abrir la boca para probablemente añadir algo más cuando su pequeña hermana comenzó a balbucear.

Tana yo quero héroe. Volá.

No sabía si yo tenía esa particular capacidad de entender a los niños, o al pasar mucho tiempo junto a ellos me había acostumbrado, pero logré entender su petición.

Yo tamén, Tana ―la acompañó Jaco.

Mi amiga comenzó a reír y, sin hacerse rogar, puso sus manos en mi pecho para separarme de su cuerpo.

¿Po favó, Tana? ―murmuré fingiendo ser un niño más.




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