El trueno retumbó tan fuerte que sentí que el suelo se partía bajo mis pies. Afuera, la tormenta rugía con furia, golpeando los ventanales del antiguo edificio en el que nos encontrábamos. El cielo parecía un monstruo enloquecido, desgarrado por relámpagos que iluminaban la oscuridad por breves instantes.
No podía apartar la vista de él. Estaba frente a mí, con la mandíbula apretada, el cabello húmedo cayéndole sobre la frente y esa intensidad en los ojos que me hacía olvidar todo lo que había alrededor. Era como si el caos del mundo se reflejara en su mirada.
—No deberías estar aquí —me dijo con voz grave, casi un gruñido.
—Lo sé —respondí, y a pesar de mis palabras no retrocedí. Mi cuerpo temblaba, pero no era por miedo, sino por la adrenalina que corría por mis venas.
Sentía que el tiempo se había detenido. Los segundos parecían eternos mientras el viento sacudía las puertas y la lluvia golpeaba con violencia. Y allí, en medio de aquel escenario casi apocalíptico, entendí que todo lo que había callado estaba a punto de explotar.
—Me mentiste —escupí, mi voz cargada de rabia y dolor.
Él no lo negó. Permaneció en silencio, con los labios tensos, y esa falta de respuesta fue peor que cualquier confesión.
—Me ocultaste la verdad desde el principio. ¿Creíste que no lo descubriría? —continué, dando un paso hacia él.
Su respiración se volvió más pesada. Noté cómo sus manos se cerraban en puños a los costados, como si luchara contra un impulso. Cuando al fin habló, su voz fue un susurro que se perdió casi con el rugido de la tormenta.
—No quería perderte.
Esas palabras me atravesaron como una flecha. Mi corazón dio un vuelco y una parte de mí quiso rendirse en ese instante, dejar caer la coraza y abrazarlo. Pero la otra parte, la que aún ardía con la herida fresca de la traición, me mantuvo firme.
—Ya me perdiste —dije, aunque mi voz se quebró en la última sílaba.
Su mirada se oscureció. Dio un paso hacia mí y entonces pude ver el peso de sus secretos reflejado en sus ojos. No era un villano, lo sabía, pero también entendía que había cruzado un límite del que no podía regresar.
El viento golpeó una de las ventanas con tanta fuerza que pensé que se rompería. Ese estallido de la naturaleza pareció marcar el mismo quiebre que yo sentía dentro de mí. Todo lo que habíamos compartido, lo que habíamos construido con miradas, silencios y caricias, se tambaleaba como las paredes que nos rodeaban.
Me obligué a respirar hondo y clavé los ojos en él.
—Dime la verdad, toda la verdad, aquí y ahora —exigí, con la voz cargada de una determinación que ni yo sabía que tenía.
Él cerró los ojos un segundo, como si la petición pesara toneladas, y cuando volvió a abrirlos, supe que estaba a punto de destruir todo lo que quedaba en pie entre nosotros.
—No eres quien crees ser —dijo finalmente.
El mundo se detuvo. Esa frase cayó sobre mí con la fuerza de un rayo. Mis piernas se debilitaron, pero me obligué a mantenerme erguida.
—Explícate —ordené, aunque por dentro sentía que me estaba desmoronando.
Y entonces lo contó. La historia que había permanecido enterrada, la verdad que había corrido de boca en boca en susurros prohibidos, el secreto que me conectaba con un pasado que yo jamás había imaginado. Cada palabra era como una gota de ácido sobre mi piel, pero a la vez encajaba en un rompecabezas que llevaba demasiado tiempo incompleto.
Cuando terminó, el silencio volvió a caer entre nosotros, tan denso que ni siquiera la tormenta parecía capaz de romperlo. Lo miré a los ojos, y por primera vez entendí que todo lo que vendría después dependería de la decisión que tomara en ese instante.
O lo odiaba para siempre.
O me dejaba arrastrar por el destino que él me había revelado.
Y aunque el corazón me gritaba que corriera, mis pies no se movieron.