Y así fue como bebí 104 tazas de té en total en el bello jardín de Isabelle. Ella me enseñó a leer y me enseñaba lo que sus profesores le explicaban, o sobre su familia. Cuando menos me di cuenta, había depositado toda mi confianza en ella. Éramos los mejores amigos a espaldas de su padre.
Sin embargo, así como había transcurrido el tiempo, la enfermedad de mi querida amiga también había avanzado. Recuerdo que Isabelle me había confirmado con toda seguridad que el Hansen que se adueñaba de la belleza que alguna vez poseyó, iba detenerse con ayuda del doctor. Supongo que lo dijo para que no me preocupara, no obstante, mi preocupación floreció 52 tazas de té antes, cuando ella comenzó a andar sobre una silla de ruedas.
¿Era verdad lo que ella afirmó hace 75 tazas de té?
Tenía temor de preguntar acerca de su muerte, pero me reconfortaba saber que mi molesta habilidad finalmente sería utilizada para un fin egoísta.
Llevo unas cuantas páginas escritas de esta libreta y olvidé el detalle más importante que le dio el sabor a mi historia; desde los ocho años podía escuchar murmullos, sollozos, súplicas y lamentos de seres que no eran visibles para el resto de la sociedad o al menos para la gran mayoría. Al principio el miedo me impidió dormir por una temporada. Cuando acepté mi destino fue cuando esos seres que escuchaba comenzaron a presenciarse. Ser huérfano, vivir en las calles y tener esa sombría habilidad no es tan malo como parece. Podía tener conversaciones serias con los espíritus y ellos me enseñaron diversas cosas que ocupé a lo largo de mi vida.
Dejando de lado todas esas explicaciones y volviendo al tema de Isabelle, el día que bebimos la taza de té número 104, fue el día más desgarrador para los dos.
Isabelle y yo nos encontrábamos en el jardín, ella había tomado prestado el violín de su padre y yo me dediqué a escucharla. Al finalizar la canción, observé el rosal que me había hecho merecedor de unas cuantas cicatrices.
"¿No te parece hermoso?", preguntó Isabelle sonriendo.
"¿El rosal?", pregunté y posteriormente añadí: "él y yo no nos llevamos muy bien".
Isabelle soltó una pequeña risita y sirvió té en mi taza, después se sirvió en la suya.
"Me refiero al tiempo que hemos pasado juntos. Me gustaría que vinieras siempre a casa.", explicó Isabelle.
Ambos sabíamos que eso no era posible.
"Los sueños, sueños serán", recité.
"¿No sería estupendo que nos viéramos diario? Si mi padre y tú se conocieran...", dijo Isabelle. Más, sin embargo, la interrumpí.
"Sería un final fatal para los dos, ambos sabemos que es imposible que tu padre acepte que tengas a alguien como yo de visita".
Me levanté del asiento, la tibia taza de té que estaba bebiendo hace un momento ahora estaba por la mitad.
"¡Pero si le explico lo gentil que has sido conmigo, quizá pueda entenderlo!", propuso Isabelle.
Mis ojos cayeron sobre Isabelle. Por un instante me creí sus palabras y la ilusión que emanaba se esfumó cuando noté que, a las espaldas de Isabelle, estaba su padre junto a unas sirvientas. Aquel hombre estaba furioso, no, furioso es un término muy bajo para describir toda la ira con la que sus ojos me asfixiaban.
El señor McLaughlin se acercó con sumo enfado a su hija y sin importarle que ella estuviera sobre una silla de ruedas, la jaló del brazo los suficientemente fuerte para poder levantarla por un momento y que quedara sentada sobre el suelo. Ambos empezaron a discutir sobre mi intromisión en su mansión y su padre les hizo la señal a los mayordomos que llegaron por culpa de su curiosidad causada por los gritos. Los insultos por parte del padre de Isabelle fueron dolorosos... todavía recuerdo cada una de sus palabras, pero lo que dejó una marca en mi corazón fue aquella frase tan lastimosa que le dijo a su pobre hija: "¡Por personas zarrapastrosas como ese muchacho, terminaste convertida en un fenómeno!".
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Editado: 03.09.2020