Narra Grecia Kirchner:
Evadiendo peñascos y troncos, el caballero cazador de nebulosa mirada, envolvió al lobo en sus cadenas platinas, atrayéndolo hacia él. La bestia refunfuñando bruscamente desistió de aprisionarme, haciéndome rodar en cuesta descendente; aterrizo sobre una estatua que mostraba una guerrera descobijada, enrollada de espinosas rosas que disputaban con inevitable rencor hacia su hermana. Las conocía, eran las diosas de los vampiros, Lilith y Aisha Qandisha.
—¿Dónde estoy?
—Donde no mereces estar — el terror se apodera de mi templo cuando un lobo grisáceo se balanceó entre las ramas agitadas que impedían los pequeños rayos de luz, posicionando sus extremidades en mi pecho. Su gran corpulencia me hacía oscilar de ser catalogado como una raza análoga a un lobo, puesto que de tantas distinguidas especies que vivían salvajemente, ninguna hablase como un humano —Por fin la prodiga es encontrada. — raspa mi nariz con sus garras, resoplando con rudeza. Sin embargo, un cuerpo desmembrado cae delante de nosotros, adquiriendo forma humana. < ¿Qué era esa cosa? ¿Qué maleficio es?, ¿Moriré acaso?>
—Soltarla — murciélagos revolotean ante ojos carmesíes que con total elegancia su amo presumía ante una sonrisa cínica. Me levante despacio del suelo, mientras el lobuno adquiría posición de defensa, pisando ferozmente la tierra y aullando a los cielos.
Gateé raspando mis rodillas entre pulidas rocas que ya hacían en una caverna humedad y mal oliente. Me cubrí el rostro agachándome entre estalactitas y estalagmitas, esperando la aproximación del demonio que ganase, puesto que sería el pago o la cena del sicario. Pero no tardó mucho en adentrarse uno de ellos a mi escondite, el aroma a sangre estaba impregnado en mis fosas nasales.
—No temáis, no te haré daño Grecia. — de cuclillas el chico de cadenas extiende su mano teñida de rojo, sin cohibirse.
—¿Qué cosa eres? ¿Un hombre lobo? ¿Un vampiro? — quería gritar y huir de mi miseria, me sentía acorralada a punto de ser desposada por el diablo.
—¿Qué creéis que soy? — intenta manosear mis pómulos, me alejo rápidamente al divisar los colmillos que sobresalían de sus labios rosados. Corro más adentro en la oscuridad, siendo escaso el oxígeno.
—No podéis evadirme conejita — cerrando los ojos salto al vacío sin saber si se hallase un fondo cercano. Pero un golpe sólido me invitó a abrir los ojos y descubrir sorpresivamente donde mis zapatillas finalizaron. Estaba a las fuera de la cuidad. < ¿Cómo llegue aquí? No me lo puedo ni creer>
Marchando desanimada rebuscando por más de dos horas alguna cabina telefónica en la vía o una cafetería a la cual recurrir, solo conseguí una cabaña refinada sin coches en la entrada.
—Roxana va a asesinarme, ojalá tengan un celular — derrumbada, pataleo como chiquilla la cera, humedeciendo mi mirada en pánico. — ¿Hay alguien en la morada? — encandilo consecuente ante una melena que no era rubia ni tampoco gris. — ¿Hola? — la portezuela cardinal se abre, un joven de dominante estatura con vestuario roquero de la época de los ochenta, sonríe despojándose de sus gafas de sol. Congelándome en la entrada ante tal hermosura.
—Te llevaré a tu residencia — esclarece pasivamente, dirigiéndose a la parte trasera de la cabaña. < ¿Cómo sabía que solicitaba socorro? ¿Sera un ser sobrenatural?> — entra— alude con la barbilla para que entrase al Chevrolet Impala de 1967, una vez estacionado en la carretera —Me indemniza que no te asombres. — enciende la radio delicadamente, la melodía era muy melosa.
—Mi madre tenía un Impala. — tartamudeo — Luego lo negoció por un Ford Mustang Sportsroof de 1971. — confusa y arriesgando la poca dignidad que me quedaba, me aferro al cinturón de seguridad, preparada para una inevitable huida.
—Nada mal. — acelera con las manos fijas en el volante.
…………..
Despavorida broto del automóvil sin despedirme del sujeto que sabía estrictamente donde residía. Aún recuerdo su nombre, me lo había notificado al salir corriendo de su lado… Zero, jamás lo olvidaría.
—¿Dónde estabas Señorita Grecia Kirchner? — atrabiliaria al verme saltar por el pórtico, cruza los brazos consagrando una fugaz reprimenda.
—Aspiraron asesinarme unas bestias velludas — delato, colapsándome ante sus pies.
— ¿Te hicieron daño? — furibunda rebusca verdugones notables, no obstante, al no aceptar, abomina sádicamente.