No pudo dormir en todo el trayecto, pensando, primero en sus amigas, como estarían Ivanna y Celeste. Las quería ver. Ausentemente hilvanó recuerdos de cuando eran de niñas, las recordó entre los setos. A Ivanna con su belleza élfica, su melena alborotada y sus vivos ojos grises; y a Helena, con sus rizos rubios, su vocecilla tranquila y su pacientes y maternales ojos azules. Ambas bellas y avasallantemente emprendedoras. Las amaba.
Y luego su mente se dispersó, quizás por la lentitud con la que una imagen sucedía a otra, o quizás por el tedio del viaje, llegó a perder el hilo de sus propios recuerdos y sus pensamientos se fueron hasta que se halló pensando en algo totalmente distinto a sus queridas amigas o a su situación.
Recordó la presión de unos cálidos labios sobre los de ella, la forma en que devoraba sus labios con una insistente y arrebatadora exploración, recordó la fuerza de aquellos brazos a su alrededor, la sensación de cobijo y las ganas de que aquello nunca terminara.
-¿Corrine?- preguntó Cory repentinamente sacándola de la nebulosa de sensaciones en las que se había sumido–. ¿Estás bien?
La joven se aclaró la garganta y, aunque lo intentó, no fue capaz de articular palabra. En su lugar asintió ausentemente.
-Pues... Es que hace aproximadamente un par de minutos que nos hemos detenido y...- Cory, de Husky Siberiano, la miró a la cara con una humana expresión pensativa.
Ella sabía que él estaba hurgando en su mente así que se esforzó por borrar cualquier vestigio de mal pensamiento que tuviera. Pero, como siempre que pasa cuando alguien intenta poner su mente en blanco, no pudo evitar evocar el recuerdo nuevamente. Enrojeció mientras le dirigía una mirada de disculpa a su alma.
-Ya... er... Bueno, hemos llegado- murmuró este en tono contrito.
Bajó del asiento y, con una de sus patitas, quitó el seguro de la puerta y la arañó débilmente.
-Cory... Quería...- soltó.
-Nada, Corrine, hoy no pelearé contigo -la interrumpió él.
A Corrine la aterrorizó al principio la nube de cambios que se habían originado en Craven's Manor. La enorme mansión construida en piedra color miel seguía viéndose imponente, sí, pero ahora parecía avasalladoramente arrogante sobre el acantilado en el que dominaba. Los jardines eran ahora seis veces más grandes y dominaban setos con formas geométricas y macizos de flores, como pensamientos, geranios y rosales en múltiples colores, los caminos de grava que atravesaban el jardín delantero parecían serpientes dando ligeras curvas por entre las plantas y los árboles.
La mansión estaba construida a una forma francesa, por tanto los establos, en los que retozaban los purasangres de su padre, estaban justo frente a la casa principal, en vez de la tradicional forma de ocultarlos tras esta misma o a un lado, de todas maneras ella sabía que a su padre no se le escaparía una oportunidad, por pequeña que fuera, de hacer gala de sus bien entrenados bayos.
Las cuatro torres con las que se coronaba la casa no la hacían siniestra ahora, la forma bien cuidada en la que mantenían todo le conferían ahora el aire aristocrático que, para ella, siempre había parecido algo extraño.
Quizás su propia presencia en la casa en la que había crecido era extraña ahora.
Entró al recibo precedida por sus propios sirvientes y sus respectivas almas. Allí la esperaba el mayordomo, Alastor, con su misma postura tiesa y su rostro imperturbable; el ama de llaves, Angelik, con sus mejillas sonrojadas y su sonrisa radiante, ambos acompañados por una veintena de criados acomodados en fila.
Alastor hizo una amplia reverencia.
-Srta. SoVespiam, es un placer tenerle de vuelta- dijo el alto y normalmente asocial vejete.
Su alma, un igualmente estirado Flamenco, le había hecho reverencia a Cory.
Todos los otros sirvientes hicieron ensayadas inclinaciones también.
Rápidamente fueron interrumpidos por el estridente sonido de unos pasos bajando las escaleras principales, que parecían dividirse para ir a ambos lados del enorme vestíbulo y estaban construidas en mármol pulido blanco. Los pasos, más que pasos, eran taconazos amenazadores.
-Pero, ¿cuál es el barullo? -había preguntado una gruesa voz femenina, como la que tendría una vieja bruja que tuviera algún problema de ronquera.
Corrine se erizó al verla. Rebecca, su madrastra le daba la razón a todos aquellos cuentos de niños en los que la madrastra era una avinagrada arpía emisaria del mal.
Pero Rebecca tenía al menos unos tres o cuatro años más que ella, tenía todo el porte de la joven esposa de un viejo aristócrata, una desperdiciada belleza rubia y un halo de incongruente docilidad que la hacían aún más despreciable. Escondían, su aspecto y su aduladora forma de expresarse, un carácter terriblemente tormentoso y teñido de una insoportable personalidad de bruja superficial amante de sí misma.
Ella la miró como si hubiese visto a un aterrador fantasma, pero logró dominar sus facciones al tiempo justo para que solo Corrine notara el cambio. A su lado se contoneaba un tembloroso pekinés negro.