Terminó de peinar su largo cabello negro mientras mantenía su atención en los sonidos del microondas, hacía más de un año que no lo cortaba, estaba segura en que así le gustaba y le quedaba bien.
Acomodó la capucha de su campera gris y en ese momento una alarma le indicó que su café estaba listo.
Con unos últimos detalles a su rostro, salió del baño, abrió la cortina de su habitación para dejar entrar la luz del sol de verano y luego movió la puerta corrediza para pasar a su sala de estar, ahí también abrió el ventanal que daba al balcón.
El aire fresco era agradable.
Sacó la taza de café del aparato y salió al exterior para pasar un rato a la luz cálida.
Se sentía bien, como nunca, el felino se estiró en su mente, reconfortado por el sol que se dispersaba lentamente por su piel mientras iba ascendiendo sin prisa en un nuevo amanecer.
De reojo divisó una mancha de pelaje rojo y negro, del balcón contiguo al suyo salió el tigre que era su vecino.
Siempre se le daba por saltar y colarse en su casa, pero ella siempre contaba con el rociador de vinagre para sacarlo cual gato con agua fría.
—Hola Mihail.
Dio un sorbo a su café, el sabor amargo recorrió su paladar, cerró los ojos apreciando cada matiz de su bebida.
El tigre gruñó y puso sus patas sobre el borde de su balcón dispuesto a intentar otro salto.
— ¿Quieres vinagre Mihail? —preguntó con tono amable.
Exhibió sus dientes y ella sonrió, mostrando los suyos en una falsa amenaza.
El timbre de su puerta sonó, con una última mirada al tigre, entró.
—Adiós, no arruines mis plantas.
Cerró el ventanal y dejando la taza sobre la isla de mármol de la cocina, fue a abrir la puerta.
Lo que estaba frente a sus ojos no podía ser creíble a simple vista, sin embargo, ese aroma a ceniza mezclada con una esencia dulce era inconfundible, el hombre ante ella era real.
—Hola Aria.
Paralizada por la sorpresa, sus palabras quedaron atascadas en su garganta.
Lucía igual que en sus recuerdos, la única diferencia caía en su cabello un poco más largo y su barba finamente recortada que resaltaba el marrón oscuro de sus ojos.
Algo latió en su interior con renovada fuerza.
—Siempre es un gusto verte —continuó y con gran agilidad se metió al interior.
Despacio cerró la puerta.
— ¿C-cómo me encontraste?
Había pasado tres años en soledad, tres años en donde se aseguró de no dejar ninguna pista, ningún rastro, para cerciorarse de estar completamente sola.
Y el tiempo había hecho su magia, se sentía bien, gracias a un curso de meditación y auto ayuda especializado para cambiantes había logrado avances para ya no pensar tanto en lo que ocurrió en su pasado.
Sin embargo los recuerdos persistían, así como aquel en el que ella había sedado al puma después de besarlo por última vez. Fue cruel, y no le daba pena admitirlo, pero lo hizo para que no la detuviera, porque en ese momento, bajo el sol, rodeada por el lago y los árboles, por la fuerza del hombre que nunca había dejado de amarla, en ese momento, estaba segura de que si Sean le hubiese pedido quedarse a su lado, Aria habría accedido.
Pero eso no era lo que ella necesitaba para poder alcanzar la paz.
Ahora el puma estaba recorriendo su casa como si fuese el dueño. Ella salió de su sorpresa y observó el ágil cuerpo de Sean moverse, sus ojos llenos de curiosidad pasar por cada objeto de su hogar.
— ¿Cómo me encontraste? —volvió a preguntar.
Sean se acercó a la planta con flores de Madreselva colgada cerca del ventanal e inspiró su aroma, luego suspiró claramente a gusto.
Eran sus flores favoritas, su aroma favorito, y a él le gustaban.
—Soy un cazador, como tú, esa clase de pregunta no se le hace a un cazador.
Una sonrisa apareció en su rostro, el hombre se detuvo y se dio vuelta, la luz que se colaba por la ventana marcó el contraste.
—Da igual, sabía que no podría estar tranquila, ni siquiera en el otro lado del mundo.
—Moscú no es precisamente el otro lado del mundo — Sean se acercó—. Es fácil y accesible. — Miró a su alrededor—. Tienes un departamento muy bonito.
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Editado: 23.02.2019