Daniel Hoppes
Cuando estaba en la universidad siempre pasaba mis tardes en las bibliotecas nutriendo mi cerebro de cada frase que leía, o entrenando para llegar a la academia del FBI en buenas condiciones físicas.
Mis padres murieron en un accidente de tránsito hace 4 años, y después de su muerte me dedique a apoyar a mi hermana y a cuidar de ella, y aunque este trabajo siempre ha sido tan demandante y agotador no hay un día en que no converse con ella.
Mi hermana es una mujer dulce pero con carácter, decidió irse por una profesión algo más tranquila, por decirlo de algún modo. Es agente de viajes y gerente de un par de hoteles que tienen mucho prestigio. A nuestra madre siempre le gustó viajar, y Emilia dijo que iría a todos esos lugares que mamá no pudo visitar. Recuerdo las lágrimas en los ojos de mi hermana y su sonrisa triste cuando me lo comentó y añadió:
—Quiero hacerlo por ella—.
Ella es fuerte.
Por mí parte, me sumergi en este trabajo, y es algo que me gusta. Toda mi adolescencia fui testigo de la injusticia y el abuso de los más fuertes hacía los más "débiles".
En la escuela tenía un amigo muy cercano, su nombre era Perci. Recuerdo que le gustaba el baloncesto, decía que sería un jugador profesional. Cuando mi madre lo trataba con cariño él parecía confundido pero feliz.
Un día comencé a notar moretones en sus brazos y quemaduras en sus mejillas. Él siempre se excusaba diciendo que había tenido accidentes en su bicicleta y se había quemado con la cocina, pero no le creía.
Después de tanto insistir, me contó la verdad. Su padre lo golpeaba y abusaba de él.
A mi corta edad sabía que eso debía denunciarse, pero él se negó y dijo que no podía decir nada.
3 meses después murió en el hospital, estuvo internado en terapia intensiva pero no logró salvarse. Uno de los golpes que recibió rompió tres de sus costillas y esto perforó sus pulmones.
Se desangro internamente.
¿Qué pasó con su padre? Quedó libre, los policías creyeron cada palabra que él dijo. Los convenció de que Perci había tenido un accidente al caerse de un árbol.
Perci tenía sólo 11 años, merecía justicia, y no la obtuvo. Por eso me jure que no permitiría que otros niños, niñas, adolescentes y adultos inocentes pagaran por los trastornos enfermos de los demás.
Todos estos pensamientos y recuerdos invaden mi mente mientras conducimos hasta la dirección que nos dio Abby.
—Abby, ¿sigues ahí? — pregunta Sam por el comunicador. Él va en el asiento del copiloto.
—Sí, aquí estoy— responde ella. —Sigan unos 500 metros hasta llegar al Este de la ciudad—.
El teléfono de Tara está encendido, y la ubicación donde se encuentra está cerca del aeropuerto de la ciudad, y eso me está enloqueciendo. No puedo dejar que ese desgraciado la saque de Phoenix.
Llegamos al lugar y veo el espeso bosque bordeando la carretera. Ya es de noche, y solo tenemos la tenue luz de la luna.
—Bien, Abby, guianos— le digo en cuanto bajamos de la camioneta.
Los oficiales detrás de nosotros encienden sus linternas para facilitar la visión.
—El celular está a unos metros de donde están ustedes, sigan caminando— nos indica y hacemos lo que dice.
—Hoppes— Sam toca mi hombro. —Allá— señala con su dedo delante de nosotros.
A unos metros se encuentran estacionados a un lado de la carretera dos autos. Uno de ellos tiene el motor y las luces encendidas.
Esta carretera está tan sola que nadie se percataria de un auto abandonado a medio camino.
Sam y yo compartimos una mirada rápida y nos acercamos. Los oficiales están a nuestros flancos. Percibimos un movimiento dentro del auto apagado y sacamos las armas, lo tenemos a un metro. Le hago a mi compañero una señal para que lo rodeemos, el asiente y...
—¡FBI! Las manos donde las vea— grita Sam apuntando al sujeto dentro del auto.
—No-no disparen— ruega un chico y alza las manos en señal de paz.
—No te muevas, niño— le digo y me acerco a él. No debe tener más de 18 años, y está temblando asustado.
—No hice nada, lo juro— asegura y se pone de pie fuera del auto. —Vi el auto y quise acercarme a ver qué ocurrió—.
Sam baja el arma y los demás seguimos su ejemplo.
—¿Cuántos años tienes?— le pregunta al chico.
—17, señ-señor— balbucea.
—¿No pensaste en llamar a la policía? — pregunto alzando una ceja.
—Yo... — comienza a explicarse pero visualizo un aparato en su mano.
—¿Qué tienes ahí?— señalo su mano.
—Oh, un teléfono. Estaba en el auto y quise encenderlo para ver de quién era— asegura.
No le creo una mierda.
—Este teléfono es evidencia relevante de un caso de secuestro— le dice Sam y el chico traga saliva audiblemente. —Ve a casa antes de que te arreste por alterar una escena del crimen— lo amenaza y el aludido sale corriendo a su auto. Sam guarda el teléfono en la bolsa de evidencia.
—Falsa alarma, Abby, encontramos el teléfono y el auto, pero no a Tara— le informo a ella por el comunicador y la oigo suspirar.
—Estaré activa a cualquier información— responde y apaga su audífono.
Paso ambas manos por mi rostro y suspiro de frustración.
—Este auto debe ser analizado, quiero que acordonen toda el área y que nadie más se acerque a este lugar— la voz de Sam es firme.
—Agente, son las 8:00 de la noche— interviene uno de los oficiales.
La cara de Sam no se ve nada agradable.
—¿Creen que la hora es importante? — suelta en tono brusco. —La vida de alguien no se cronometra, oficial. Establezcan el perímetro ahora, y llamen otra patrulla para montar guardia si es necesario— exige y sigue caminando.
Yo lo sigo un poco sorprendido.
—Nunca te había escuchado hablar en ese tono— le digo y meto las manos en mis bolsillos.