Almas de Media Noche

Capítulo 15 PRESAGIO

MERATH

Abrí los ojos con un presentimiento extraño, como si algo hubiese pasado mientras dormía. No era solo el cansancio de la noche anterior ni la pesadez de las revelaciones que Lutgard me había lanzado en la cara. No. Era algo más visceral: la sensación de haber sido observada.

Me incorporé lentamente, frotándome el rostro. El cuarto estaba en silencio, apenas interrumpido por el canto apagado de los pájaros que venía desde los ventanales. La mansión se sentía demasiado inmóvil, como si contuviera la respiración.

¿Qué demonios?

Sacudí la cabeza. No podía pasar la mañana persiguiendo paranoias.

Pasaron las horas y no vi a Lutgard por ninguna parte. Me dije que seguramente era por el día, que estaría descansando o lo que fuera que los vampiros hacen cuando sale el sol. Parte de mí lo agradeció: necesitaba espacio para pensar sin su presencia intimidante llenando cada rincón.

Tomé el teléfono y marqué a mis hermanos. La llamada fue corta pero necesaria.

Midas preguntó cómo estaba todo, su tono protector rozando la irritación habitual. Le aseguré que estaba bien, que no había contratiempos. Maeve, con su sarcasmo de siempre, dijo algo como “pues qué bien, nuestra hermana jugando a la turista gótica”. Muna se limitó a reír con suavidad, aunque detrás de esa risa había algo que nunca sabía interpretar.

Colgué con un nudo pequeño en el pecho, pero también con alivio. Al menos ellos estaban bien.

En la cocina improvisé mi desayuno. Nada de café —al parecer esa palabra no existía en el diccionario de esta casa—, así que lo sustituí con jugo de naranja. Preparé unos huevos revueltos con pan tostado. La normalidad de la rutina me calmó, aunque no del todo.

Más tarde, decidí ordenar mi ropa en el estante de la habitación. No era que tuviera tantas cosas, pero hacerlo me distrajo. Entre camisetas y pantalones doblados, sentí cómo el tiempo se estiraba. Para cuando terminé, ya se acercaba el mediodía.

Fue entonces cuando el teléfono vibró. Tío Odvier.

—Merath, debemos vernos —su voz sonaba firme, más de lo habitual—. Hay cosas que necesitan discutirse, y no puedo hacerlo solo contigo. Él también debe estar presente.

Un escalofrío me recorrió. Él también… Lutgard.

—Está bien, tío. Dame un momento —respondí.

Colgué, pero un peso se asentó en mi pecho. Sabía que debía buscarlo.

La casa estaba en silencio mientras caminaba por los pasillos. No tardé en encontrarlo: la biblioteca. Lutgard estaba recostado en un sillón, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, con un aire… extraño.

Lo miré más de cerca. Su semblante estaba pálido, casi enfermizo. Sus labios tensos, y su voz, cuando respondió, era más baja de lo normal. Grave, ronca, como si escondiera un filo salvaje.

—Mi tío quiere venir. Dice que es importante hablar con nosotros dos. ¿Está bien para ti? —pregunté con cuidado.

Él me miró de reojo. No hubo sarcasmo, ni palabras largas. Solo un asentimiento seco.

Por un instante pensé que no había entendido, pero luego su voz retumbó, áspera:

—Está bien.

Algo en mí se tensó. Su tono no era el habitual. Era más… primitivo. Como si estuviera conteniendo algo que no comprendía.

Lo observé unos segundos más, hasta que decidí no insistir.

—Bien. Le diré que venga aquí.

Lo dejé en ese sillón, con ese aire extraño que no terminaba de reconocer, y marqué a Odvier para darle la dirección.

Mientras colgaba, no pude evitar una sensación de inquietud. Algo estaba muy mal.

LUTGARD

El hambre no se había ido.

Ni los litros de sangre insípida de la noche anterior. Ni el vómito que me arrancó las entrañas hasta casi quebrarme. El vacío seguía ahí, más profundo, más punzante.

Me había recostado en la biblioteca porque era el lugar más aislado, lejos de ella, de su aroma, de su respiración. Pero ni los muros ni mi disciplina podían protegerme de lo que sentía.

Cada instante desde que salió el sol había sido un suplicio.

Sentía todo lo que había hecho en la mañana: la llamada a sus hermanos, el eco de su risa en la cocina, incluso el golpe rítmico de su corazón mientras doblaba ropa en silencio. Todo. Cada detalle de ella me llegaba como una descarga eléctrica.

No entendía cómo estaba resistiendo.

Cuando entró y me habló, apenas pude responder. Sus palabras eran un ruido lejano que apenas procesaba. Solo veía su boca moverse, sus ojos atentos, y mi instinto gritando lo mismo una y otra vez: muérdela.

Apenas pude asentir. Si decía algo más, la voz me habría traicionado con la crudeza de lo que sentía en mi interior. Un gruñido, un rugido, no palabras.

Ella se marchó. Y con su partida, quedé solo con mi tormenta.

La irritabilidad me quemaba. Cualquier otro movimiento en la casa me ponía los nervios de punta. Quería destrozar algo, arrancar los estantes de libros y hacerlos polvo. No era yo. No era el Lutgard que siempre controlaba cada impulso, cada deseo.

Pero esto… esto me estaba quebrando.

Y lo sabía: todo se reducía a ella.

A esa sangre que ardía bajo su piel.

A esa conexión absurda que me arrastraba hacia ella, aunque me resistiera.

Mi mandíbula dolía de tanto apretar los dientes. Me incliné hacia adelante, hundiendo las manos en el sillón, con los nudillos blancos.

Alguien vendría pronto. Tendría que verme en este estado deplorable, con este salvajismo latiendo en mis venas.

Una parte de mí deseaba que llegara rápido. Otra temía lo que podría pasar si no lograba sostenerme en pie.

Y entre esas dos fuerzas, solo me quedaba un pensamiento nítido, repetitivo, que me quemaba desde adentro como hierro al rojo vivo:

Necesito su sangre.




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