Pandora tenía una bicicleta celeste. Su abuela se la había regalado en navidad para que pudiera trasladarse más rápido al colegio. Le gustaba ir más en bicicleta que en autobús, así podía admirar mejor el paisaje, la brisa era más fresca y con menos humo de tubo de escape. Pero lo que más le gustaba, era ver a su vecino de piso llegar al colegio y poner la bicicleta a un lado de la suya.
Todas las mañanas, dejaba un desayuno para él, una taza con una carita feliz en la barra de bicis. Al principio, él no las aceptaba. La familia de su vecino había llegado del campo a la capital para conseguir una mejor educación para él, que era un genio becado. Sin embargo, no tenían casi dinero y la mayoría en el vecindario lo sabían. Damien era tímido, pero también era muy orgulloso. A pesar de eso, Pandora nunca se rindió y dejaba los desayunos allí, aunque él los botara. Finalmente, el chico pareció compadecerse de la pobre persona que siempre se esmeraba en darle un desayuno.
Pandora estudiaba dos grados más bajos que él, pero siempre buscaba la forma de verlo en el recreo o en los eventos especiales del colegio. Era una estudiante promedio con buenas notas, pero no era lo suficientemente osada o extrovertida para ser sociable y lograr que él la notara.
Cuando finalmente el colegio terminaba, lo veía marcharse primero. Él trabajaba durante las noches en una cafetería. Ella entraba allí y compraba tres o cuatro tazas mientras estudiaba para ayudarle, además de dejarle propina. De vez en cuando, lo veía memorizando fórmulas cuando ya no había nadie que atender, escribiendo en sus libretas o ayudando a alguna persona que lo necesitara. Atendía, limpiaba e incluso preparaba café. Ella siempre veía desde la última mesa lo duro que trabajaba, dejaba una generosa mesada (casi toda la que su abuela le daba) y se marchaba.
Al principio, intentó acercarse porque solo quería ser su amiga y ayudarle, ya que era consciente de la situación económica de su familia. Su abuela era la que había insistido en acercarse. No quiso hacerlo debido a su timidez, pero intentó con pequeños acercamientos. Mientras más lo fue conociendo, allí, cuando nadie lo veía y él aún era bondadoso, sus sentimientos fluyeron hasta que desembocaron.
Entrada la noche, subía al ascensor, presionaba el botón del piso doce, llegaba a su piso y se asomaba ligeramente al departamento ciento treinta y cuatro. Por la rendija inferior de las puertas y por las ventanas, podía ver que estaban en completa oscuridad.
Suspiró. Caminó hacia el departamento de su abuela, el ciento treinta y ocho. Apenas metía la llave en el cerrojo y abría, su abuela la recibí con un enorme abrazo y una bolsa de velas.
—De nuevo le cortaron la luz —murmuró su abuela, entregándole la bolsa—. Le dije que podía pagarla, pero el señor no quiso. Es muy orgulloso.
—Entiendo. Vengo en un minuto.
—No tardes demasiado, cariño. Tu comida se va a enfriar.
Ella asintió, sonriéndole cariñosa. Fue hacia el ascensor a toda prisa y presionó el botón del sótano. Había descubierto que Damien había hecho su pequeño estudio allí porque era el único lugar medianamente iluminado donde podía tener privacidad. Sin embargo, los bombillos no iluminaban bien y por eso ella siempre le ponía velas aromáticas para que también se perfumara el sitio. Lo hacía muy rápido, para que él no la viera. Luego subía a toda prisa y regresaba a su departamento, siempre con una enorme sonrisa de aquellas jóvenes enamoradas, satisfechas por poder ayudar al chico que tenía su corazón…
Miró las palmas de sus manos, teñidas de sangre y temblorosas. Cuando los paramédicos llegaron y la llevaron al hospital con Damien, quisieron atenderla. Se negó fervientemente y no se movió de su lado. Su pulso apenas fue palpable en la ambulancia, donde le practicaron resucitación tres veces. Estaba en una cirugía de emergencia en la zona de la columna vertebral. Los médicos se habían movido rápido al ver de quién se trataba, pero estaba tan grave que era imposible simular optimismo.
Su familia vivía lejos y no tenía sus números, su prometida estaba en un vuelo hacia París, su mano derecha había fallecido en el accidente y su exesposa iba en camino, así que ella era la única que estaba en el angosto y frío pasillo que daba al quirófano, con el corazón en vilo. Si hubiese sido pariente la habrían dejado entrar, pero no lo era.
Se apoyó en la pared, se puso de cuclillas en el suelo y enterró el rostro entre sus piernas para echarse a llorar.
Cuando él se derrumbó en sus brazos, sintió que el mundo entero se le vino encima.
Lo que Pandora sentía por Damien iba más allá de un enamoramiento o una idealización. Ambos fueron compañeros en la secundaria e incluso vecinos en el mismo vecindario. Ella sabía de sus inicios y de todo el esfuerzo que hizo para llegar hasta donde se encontraba, por eso lo admiraba tanto.
Por esa razón sentía lo que sentía.
Siempre fue tímida, así que nunca, durante todos esos años, fue capaz de acercarse a él. Tal vez si lo hubiese intentado, fuese ella quien llevase un anillo anular con él y no aquella modelo de alta costura. Quizá aquellas dos niñas fuesen suyas y no de su exesposa. Pero lo cierto era que jamás fue capaz de acercarse para mantener una conversación fluida con él. Aunque la timidez no le permitió dar el paso crucial para arriesgarse a intentarlo, sus sentimientos la mantuvieron allí, en ese limbo de existir y no existir para él.
Siempre se mantuvo allí, incluso en los momentos más importantes.
¿Como no amarlo cuando había presenciado sus caídas y sus logros?
Ella podía ver un humano donde todos veían a un magnate frío e implacable.
Ella veía al chico que trabajó duro en la cafetería mientras otros veían al hombre más rico y visionario del mundo.
Donde todos veían a un genio, ella solo podía ver al chico que durante las noches miraba el cielo desde el sótano, rodeado de enciclopedias y leyendo con una vela porque su padre no había pagado la electricidad.
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Editado: 14.06.2023