Alta Gracia

CapÍtulo VII

  VII
“Solamente amo yo lo que se ha escrito con la propia sangre, de todo cuanto se ha escrito. Escribe con
sangre y aprenderás que la sangre es espíritu”.
Nietzsche
Así hablaba Zaratustra, 1883/91


Volví hasta Congreso y encontré, a pedir mío, un sitio para estacionarme justo frente a las puertas del edificio.
Apreté dos veces el timbre sin obtener respuesta. Cuando estaba por marcharme fastidiado vi que un joven veinteañero estaba a punto de salir del hall. Lo abordé inmediatamente para preguntarle por Hilario Gladzco, explicándole la razón de porqué lo buscaba; este joven, mucho más amable que la antipática mujer, me comentó que no lo había visto durante todo ese día, pero me sugirió entrar –él aún mantenía la entrada abierta– y echarle la copia firmada por debajo de la puerta. Me pareció una buena idea, así que tras agradecerle me dirigí directamente hacia la oficina de nuestro cliente.
Preferí subir por las escaleras, dado que tenía que llegar solamente al segundo piso.
Me encontré con que su oficina era la última del pasillo. Pulsé el timbre, solo por las dudas, y oí como la chicharra resonó perfectamente en el interior. Instintivamente decidí golpear a la puerta, pero tampoco obtuve respuesta.
Doblé el documento al medio e intenté pasarlo por debajo, pero algún burlete o cosa semejante me lo impidió desde adentro. Dispuesto a no seguir malgastando mi tiempo, me marché rápidamente.
Cuando regresé al hall de la planta baja me encontré con un serio inconveniente: la puerta podía abrirse únicamente con una llave o desde algún departamento en forma electrónica. Mi nivel de irritación aumentó exponencialmente. No podía comenzar a pedir ayuda por los distintos departamentos, ni tampoco quedarme a la espera de que alguien tuviese que ingresar o salir del edificio.
Me vino en mente localizar la dependencia de la portería para pedir ayuda; recorrí la planta baja entera, pero solo me topé con puertas de departamentos. Mientras volvía otra vez hacia el hall, a través de un pasillo bastante mal iluminado e insultando por lo bajo, alcancé a oír que se estaba girando una llave para ingresar. Me apresuré entonces para llegar antes que la caverna de Ali Babá se cerrase y, de alguna manera, casi me arrojé sobre la puerta. Fue un momento incómodo, lo sé, porque en mi apuro casi atropellé de lleno a la persona que estaba ingresando.
—¡Tenga cuidado, pedazo de bestia! —oí la voz de una mujer madura quejarse; me giré avergonzado para ofrecerle mis disculpas, pero al descubrir –no sin sorpresa– que se trataba de aquella vieja amargada, juzgué que no se merecía ningún pedido de perdón.
Sin decirle nada, me fui directo hacia el automóvil y lo puse en marcha mientras aquella especie de mujer de las cavernas seguía insultándome a los gritos.
Eran pasadas las seis, el sol estaba muriendo y la ciudad comenzaba a bañarse con luces de neón que la embellecían desde lo alto de los postes. Mi interés estaba en regresar lo más rápidamente para continuar con el pasatiempo que me planteaba el libro de Lemerium.
El licenciado Bustos me había ofrecido una interesante exposición sobre la vida de Balzano, pero ella no me aportaba datos relacionados con el mensaje cifrado que había descubierto. Mientras manejaba, comencé a darle vueltas a una idea que me acompañó hasta llegar a casa. Pensé que para conocer más acerca del libro y de aquel sacerdote no existía nada mejor que consultar una biblioteca jesuítica. En nuestro país las había muy importantes.
Macedonio Iriarte era un viejo conocido y muy amigo mío, con el que manteníamos una fluida e íntima amistad que se remontaba a las épocas del colegio secundario, donde habíamos cursado juntos los últimos cuatro años. Su familia había residido anteriormente en Jujuy, donde poseían un ingenio azucarero, y desde allí había traído consigo –además de su acento– el mote de “Payo”6 que aún lo acompañaba, a seguras de la poca sonoridad que su nombre de pila había producido entre sus viejos amigos norteños.
Era una persona muy culta, de buena posición y con muchos contactos útiles por todos lados. Era un bon vivant y por ello no se había casado, y todo ese tiempo de libertad sin cadenas lo había utilizado del mejor modo para cultivarse, viajar y escribir algunos artículos para una revista del interior. Era un viajero experimentado, buen conversador, y personaje de humor alegre. Nuestras charlas siempre transitaban entre límites confusos e hilarantes.
Como escritor tenía publicado un libro de cuentos tradicionalistas basados en el folklore de su provincia y, gracias a su veta literaria, se había hecho de algunos contactos en el ámbito académico que me interesaba aprovechar en ese momento. Yo sabía que cada tanto lo invitaban de distintas bibliotecas y asociaciones para dar algunas charlas.
Tenía confianza suficiente con él como para llamarlo inmediatamente sin importar el horario.
Apenas supo que era yo, se alegró, y pronto estuve yendo al grano.
—Payito, necesito un favor de tu parte.
—Para vos, lo que sea. Incluso favores que suelan provenir regularmente de mi parte —dijo riéndose.
—Es como debe ser. Tengo un trabajo encomendado por un cliente a partir del texto de un jesuita del siglo dieciocho, de la época en que ellos fueron expulsados de nuestro país —le puntualicé.
—¿Tu cliente no será un abogado litigando para la Orden Jesuítica una indemnización por desarraigo, no? —Era agradable y gracioso oír su acento; por más que llevase tantos años viviendo aquí, nunca lo había perdido.
—No, sabés bien que no acepto encargos que vengan de picapleitos; es la única forma de no terminar enredado y teniéndoles que pagar por mi propio trabajo. —El Payo sabía de mi aversión contra esa profesión, por culpa de un solo leguleyo que se había encargado deshonestamente de llevar adelante los asuntos sucesorios de mis padres—. El tema es que necesito de alguno de tus contactos para poder realizar una consulta en la biblioteca jesuítica más completa que exista. En nuestro país, de ser posible, porque tengo el pasaporte vencido y sin renovar —le indiqué sonriente.
Todas nuestras conversaciones se movían en aquel nivel de ridículos planteos pero, de tanto conocernos, sabíamos exactamente cuáles eran los puntos precisos adonde cada uno pretendía ir.
—Cuando pedís algo lo hacés en grande. ¡Ese es mi amigo Ricky! Pensé que esta vez sería algo más fácil, como consultar los expedientes de la KGB, los archivos secretos Vaticanos o el video de la autopsia al marciano del área 51 —ironizó—. Sin embargo, pienso que la colección que puede ser de tu interés está en la Biblioteca Mayor de la Universidad de Córdoba. ¿Tenés que ir de viaje para allá en estos días, casualmente?
—No. ¿Y algo más cerca de casa no tendrás para obsequiarme? Si se puede ir y volver caminando, ¡mejor!
—Podrías intentar con la Biblioteca Nacional, sé que tienen la colección más completa de la antigua Librería Jesuítica.
—¿Puedo ir cualquier día?
—Nooo. El acceso a esos documentos es dificilísimo de obtener sin una autorización que venga muy, pero muy de arriba… mínimo de un arzobispo. —¿Y entonces? ¿Qué me sugerís que haga?
—Podés tirarte un lance y ver si con tu partida de bautismo y comunión te dejan consultarla.
—No quiero pensar lo que tendría que llevar si se tratase de una sinagoga… —ambos reímos.
La sede de la Biblioteca Nacional estaba muy cerca y podría acudir en cualquier momento.
Pensé en el licenciado Bustos, a quien acababa de visitar. Él era justamente asesor externo de esa entidad, y durante la charla podría haberle pedido que me consiguiese un pase a la hemeroteca, vedada a todo profano sin una autorización que justificase su ingreso a dicho sector. Me alegré de disponer, a través del Payo, de una segunda alternativa igual de útil.
—¿Creés entonces que podré tener acceso al catálogo y al archivo con alguno de tus contactos? —pregunté ansioso.
—Creo que el Papa es el único que puede tocar esos libros… Él, y un sacerdote amigo mío, a quien voy a hablarle de vos para conseguirte un permiso —respondió encendiéndome una esperanza.
Me contó que ese amigo suyo pertenecía a la actual Orden Jesuita, y que era quien estaba a cargo de la administración y el cuidado de una gran biblioteca de mucha antigüedad.
Aquellos eran los contactos útiles que mi amigo Macedonio Iriarte tenía repartidos por el mundo. Conversamos con entusiasmo durante un buen rato más, y quedó prometido que intentaría contactar el padre Luca di Anzio –tal el nombre de su amigote sacerdote– a fin de conseguirme esa autorización especial, de pocas horas, pero que me diese acceso a los volúmenes que pudiesen servirme dentro de la hemeroteca. Quedó en hablarme tan pronto como tuviese la confirmación.
El resto de la noche del sábado no fue nada interesante; pretendí inútilmente descubrir algo más con aquellos números y palabras, a través de reemplazos, combinaciones, búsqueda de letras o cadenas que se repitiesen, y cosas raras de ese estilo, pero los resultados fueron inexistentes.
Examiné también mi biblioteca tratando de dar con alguna información sobre sistemas de criptografía, pero fue lo mismo que esperar una lluvia en el Sahara. Desalentado por todo ello, decidí que lo mejor sería reponer fuerzas; me fui a dormir temprano tras una cena liviana y, salvo por los ladridos fastidiosos de la mascota de uno de mis vecinos, no ocurrió nada interesante.
La rutina del domingo no fue muy distinta, excepto porque tardé algo más en dejar las frazadas. El día había amanecido bastante frío y con una intensa lluvia. Esa misma tormenta se limitó a estropear cualquier plan para la mañana, y encontré como mejor opción seguir con la lectura de un libro que había comenzado la semana anterior, “La guerra de Yugurta”, a sabiendas de que no tenía sentido seguir intentando hacer cosas extrañas con el libro de Balzano.
Me acomodé en mi sillón favorito y estuve sumido en una profunda lectura hasta media tarde. En ese momento me tomé un respiro de esos romanos alborotadores y, como había dejado de llover, llamé a mi vecino para jugar unas partidas de ajedrez mientras tomábamos unos tragos.
Héctor Schiavi era, además de vecino y abogado, un excelente jugador federado a nivel nacional. Con él me pasé el resto de la tarde conversando de manera agradable, como en cada oportunidad en la que nos reuníamos.
Posiblemente fueron mis reflexiones sobre el triste final de Yugurta lo que me quitó el apetito, aunque pienso que el haber sido derrotado por Héctor en una partida que creí tener ganada influyó sobre mi estado de ánimo y por eso no quise cenar casi nada. Afuera había comenzado a llover nuevamente, y lo mejor que encontré para concluir el fin de semana fue dormirme temprano como el día anterior.
El día siguiente ya se encargaría por sí solo de depararme emociones inesperadas.




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