Alegría. Valentía. Cariño. Lealtad.
Esas eran las palabras correctas para describir a una familia como los Weasley. Siempre había soñado con pertenecer a una familia como la de ellos y no podía evitar sentir envidia de Ron. Todos me habían recibido gustosos y en mi interior, sentía que era una de ellos.
Sin embargo, todo cuento de hadas debía de tener un final. La culminación del verano llegó más rápido de lo que habría querido.
Estaba deseosa por volver a Hogwarts pero por otro lado, el mes que había pasado en la madriguera había sido el más feliz en toda mi vida. Me resultaba difícil no sentir envidia de mi mejor amigo y me avergonzaba ese agudo sentimiento. Mi única preocupación era pensar en los Dursley y en la bienvenida que me darían cuando volviera a Privet Drive. Ya no contaba con mi protección y tío Vernon no desaprovecharía la oportunidad.
En mi última noche en La Madriguera, la señora Weasley hizo aparecer, por medio de un conjuro, una cena suntuosa que incluía mis manjares favoritos y que terminó con un suculento pastel de melaza que tanto me encantaba. Fred y George iluminaron la noche con una exhibición de las bengalas del doctor Filibuster y llenaron la cocina con chispas azules y rojas que rebotaban del techo a las paredes durante al menos media hora. Después de esto, llegó el momento de tomar una última taza de chocolate caliente e ir a la cama.
Me fue complicado cerrar los ojos porque era como despertar de un buen sueño.
A la mañana siguiente, nos llevó mucho rato ponernos en marcha. Nos levantamos con el canto del gallo, pero parecía que quedaban muchas cosas por preparar. La señora Weasley, de mal humor, iba de aquí para allá como una exhalación, buscando tan pronto unos calcetines como una pluma. Algunos chocábamos en las escaleras, medio vestidos, sosteniendo en la mano un trozo de tostada, y el señor Weasley, al llevar el baúl de Gideon al coche a través del patio, casi se rompe el cuello cuando tropezó con una gallina despistada.
A pesar de contar con las posibilidades de la magia, aun no me entraba en la cabeza que nueve personas, siete baúles grandes, dos lechuzas y una rata pudieran caber en un pequeño Ford Anglia. Claro que no había contado con las prestaciones especiales que le había añadido el señor Weasley.
—No le digas a Molly ni media palabra —me susurró al abrir el maletero y enseñarle cómo lo había ensanchado mágicamente para que pudieran caber los baúles con toda facilidad.
Cuando por fin estuvimos todos en el coche, la señora Weasley echó un vistazo al asiento trasero, los chicos y yo estábamos confortablemente sentados, unos al lado de otros.
—Los muggles saben más de lo que parece, ¿verdad? —preguntó nerviosamente. Ella y Gideon iban en el asiento delantero, que había sido alargado hasta tal punto que parecía un banco del parque—. Quiero decir que desde fuera uno nunca diría que el coche es tan espacioso, ¿verdad?
—Mamá, no se darán cuenta—la tranquilizó Fred—Los muggles son muy despistados.
El señor Weasley arrancó el coche y salimos del patio. Me volví para echar una última mirada a la casa. Apenas me había dado tiempo a preguntarme cuándo volvería a verla, cuando tuvimos que dar la vuelta, porque a George se le había olvidado su caja de bengalas del doctor Filibuster. Cinco minutos después, el coche tuvo que detenerse en el corral para que Fred pudiera entrar a coger su escoba. Y cuando ya estábamos en la autopista, Gideon gritó que se había olvidado uno de sus libros y tuvieron que retroceder otra vez. Cuando Gideon subió al coche, después de recoger el libro, llevábamos muchísimo retraso y los ánimos estaban alterados.
El señor Weasley miró primero su reloj y luego a su mujer.
—Molly, querida...
—No, Arthur—atajó la señora Weasley con rotundidad.
—Nadie nos vería. Este botón de aquí es un accionador de invisibilidad que he instalado. Ascenderíamos en el aire, luego volaríamos por encima de las nubes y llegaríamos en diez minutos. Nadie se daría cuenta...
—He dicho que no, Arthur, no a plena luz del día.
Había deseado que la señora Weasley hubiera aceptado la propuesta de su esposo. Llegamos a Kings Cross a las once menos cuarto. El señor Weasley cruzó la calle a toda prisa para hacerse con unos carritos para cargar los baúles, y entramos todos corriendo en la estación. Ya había cogido el expreso de Hogwarts el año anterior. La dificultad estaba en llegar al andén nueve y tres cuartos, que no era visible para los ojos de los muggles. Lo que había que hacer era atravesar caminando la gruesa barrera que separaba el andén nueve del diez. No era doloroso, pero había que hacerlo con cuidado para que ningún muggle notara la desaparición.
—Percy primero —urgió la señora Weasley, mirando con inquietud el reloj que había en lo alto, que indicaba que sólo teníamos cinco minutos para desaparecer disimuladamente a través de la barrera.
Percy avanzó deprisa y desapareció. A continuación fue el señor Weasley. Lo siguieron Fred, George y Will.
—Yo pasaré con Gideon, y ustedes dos nos siguen—dijo la señora Weasley a Ron y a mi, cogiendo a Gideon de la mano y empezando a caminar. En un abrir y cerrar de ojos ya no estaban.
—Vamos juntos, sólo nos queda un minuto —me dijo Ron.
Me aseguré de que la jaula de Hedwig estuviera bien sujeta encima del baúl, y empujé el carrito contra la barrera. No me daba miedo; era mucho más seguro que usar los polvos Flu. Nos inclinamos sobre la barra de nuestros carritos y nos encaminamos con determinación hacia la barrera, cogiendo velocidad. A un metro de la barrera, empezamos a correr y...
¡PATAPUM!
Sentí un gran golpe.
Los dos carritos chocaron contra la barrera y rebotaron. El baúl de Ron saltó y se estrelló contra el suelo con gran estruendo, caí encima de Ron y la jaula de Hedwig, al dar en el suelo, rebotó y salió rodando, con la lechuza dentro dando unos terribles chillidos. Todo el mundo nos miraba, y un guardia que había allí cerca nos gritó:
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Editado: 28.10.2019