Sería la última vez que Antoine volviera a faltarle el respeto a su dignidad. Había soportado las mil y la prepotencia del sabelotodo quien se las gastaba lanzando exabruptos y calamidades sin lugar ni horas. Quería hacerse respetar el desdichado de Étienne, que recibía insultos y bochornos por amor al arte.
Sabía lo que le gustaba a Antoine, sabía lo que no negaría y hasta a dónde iría por tener un buen vino y unas cajetillas de Gauloise. Dirigiéndose a una farmacéutica logró conseguir un narcótico lo bastante fuerte , lo suficiente para dejar roncando a un bestia. La fiesta en casa del iracundo se hacía exhaustiva y llegándose notó la presencia del viejo Antoine.
— Monsieur— dijo Étienne —, en el puerto me he dejado varias cajetillas de Gauloise y un buen vino para traer aquí.
— Decís usted que ha dejado buen vino en aquel inconcebible lugar — dijo, exaltado — y los cigarros también. Pero que bestia.
— Basta...
— No, vaya a buscar esos menesteres — interrumpió, señalando la puerta —, y le dejaré permanecer aquí.
— Insistiré en que me acompañe. De hecho, tengo un collar de jade que le compré a un chino que embarcó hace unos días, y quería que usted revisará su originalidad, por su condición de execelente joyero.
— Está bien, gracias por tu indeseable elogio.
«Que cretino, imbécil, inhumano, tendrás tu agobio y sufrimiento», pensó Étienne con ojeriza. «Pues vayamos al puerto», dijo Antoine. Caminaron hacia el puerto que se encontraba a unas tres cuadras del lugar. Entraron a la oficina de Étienne cerrando la puerta porque no estaba permitida la entrada de ajenos a las oficinas.
— Aquí sobre la mesa están las cajetillas y el vino — dijo Étienne.
— ¿Y el collar, imbécil? ¿Dónde está? — dijo Antoine, mosqueado
— Espera — buscó en las gavetas del buró
—. Aquí está el collar.
— No está nada mal a simple vista... Oye, ¿No tienes par de copas escondidas? — dijo Antoine, decidido a beber mientras revisaba detenidamente el collar.
— Si tengo pero en la oficina de al frente. Déjame buscarlas y te la traigo servida.
— Está bien, pequeño charco de contaminación, no te demores en tus estupideces.
Étienne paso a la otra oficina, saco una copas del armario, podía escuchar a Antoine hablando calamidades. «Vaya mierda de collar», le escuchó decir. Étienne vertió vino en ambas copas y en una colocó la droga.
— He llegado — dijo abriendo la puerta.
— Menos mal — dijo Antoine, malhumorado —. Ni para servir vino eres de utilidad, renacuajo...
— Basta de insultos, Antoine... — dijo Étienne, prepotente.
— A mi que me importa lo que te moleste. Dame la copa de una vez y déjame revisar está porquería que compraste.
Se bebió el contenido de la copa de un golpe, atragantandose con cada sorbo, sin respirar y a ojos cerrados. «Eso, tómatela entera, cretino», haciéndose cabeza Étienne. Un pequeño hipo y los trasteos en el collar inundaban la oficina
— Ese vino es horrible — comentó Antoine
—. ¡Demonios! Se ha roto el cierre. Menuda mierda de collar.
— No importa — dijo Étienne —.
Terminaba Antoine de observar el collar cuando de a poco se quedó dormido, el somnífero por fin había hecho efecto. Étienne vió la hora de actuar y rápido, ahorita amanecía. Arrastró el cuerpo hasta las inmediaciones, y junto con un yunque que había guardado en un caseta cercana abordó el bote que había preparado. La soga estaba en el pequeño cobertizo del mismo junto con una botella de whisky. Bebió con prisa hasta la mitad de la botella, amarro las manos y pies de Antoine al yunque, y se embarcó hasta una distancia libre de testigos. Bebió lo restante de la botella, necesitaba armarse de valor y lo consiguió; lanzó el yunque por la borda, y con él, el cuerpo inconsciente de Antoine.
— Repose en paix bête impure.
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