Estoy sumergida en el mundo de los libros, uno de mis lugares favoritos, donde el amor es diferente a mis experiencias reales. Organizo la librería para la rebaja de los libros de Jane Austen. Habrá mucha venta, es una de las grandes y en rebaja. Una fila inmensa de personas con las manos cargadas de sus clásicos favoritos se acercan a mí como una avalancha cuando giro el cartel hacia Abierto.
Llevo un rato aquí y las personas no dejan de venir. Parece un trabajo fácil, pero no lo es cuando tienes cientos de clientes. De repente veo un libro de Stephen King frente a mis ojos en unas manos masculinas. Alzo la vista y Adriano está frente a mí, con una sonrisa abierta y genuina.
—Adriano—apenas sale mi voz y sonrío para disimular mi rostro de haber visto un fantasma.
—Hola, Camille—murmura.
—¿Qué haces aquí?—pregunto esta vez con más seguridad en la voz.
Tonta, ¿qué va a hacer en una librería? Mi subconsciente me da un apretón de oreja ante semejante pregunta idiota. Es una coincidencia agradable. A una parte de mí le gusta pensar que vino a verme.
—Me alquilo aquí cerca. Pensé en comprar un libro de terror. Alguien me dijo que debería aceptar que encuentro... atractivo lo macabro.
No vino a verte... Siguen mis pensamientos tomando caminos que no deberían. Al menos está recordando nuestra conversación del sábado sobre el arte y la literatura. Me alegra que lo recuerde.
—Ese alguien sabe lo que dice—respondo con ironía. Él me regala una sonrisa ladeada preciosa.
—Sí, lo sabe—nos quedamos fijamente observándonos, sonriendo, como en la exposición.
—Disculpa, ¿vas a comprar algo?—dice una señora de la fila, molesta por la espera. Adriano se hace a un lado para que los demás puedan pasar.
—Esto está muy lleno—comenta observando cómo hago mi trabajo.
—Es día de rebajas, Jane Austen—le cuento y él alza las cejas.
—Eso lo explica.
—¿Te gusta Austen?
—¿Estás bromeando? Soy fan de ese tipo de novelas de época.
Eso es extraño, un chico leyendo romance de época, que interesante. Agarro el libro para la próxima clienta. A pesar de que esté aquí y solo quiera conversar un rato con él, no puedo dejar de trabajar.
—¿Cómo te puede gustar el terror y al mismo tiempo las novelas de amor?—pregunto asombrada.
—Soy un hombre muy abierto a nuevos géneros.
—Si pudiera ser así. Yo encuentro un género y ya nada más me gusta.
Se me cae un libro que me pasa una clienta y él se apresura a recogerlo al mismo tiempo que yo. Nuestras manos se rozan y mi respiración cambia, como en las películas, solo que nunca creí que solo un toque de manos pudiera provocar tantas sensaciones en la vida real.
—¿Necesitas ayuda?—se brinda al ponernos de pie y ver que soy una torpe en el trabajo.
—No hace falta. Me las arreglaré. Además seguro tienes cosas que hacer.
—Nada importante.
Camina hacia la puerta principal del local. Mientras lo hace puedo apreciar sus andares. Su forma de caminar es muy elegante, incluso se ve sexy. Agarra uno de los delantales que cuelgan tras la puerta y se lo coloca. Se acerca a mí nuevamente, sonriendo. De verdad va a hacerlo.
—No tienes que hacerlo, en serio. Puedo...
—¡Señores!—grita con voz enérgica y grave hacia los clientes, ignorando mi negativa. ¿Qué está haciendo?—¡A partir de ahora hagan dos filas. Una conmigo y la otra con la linda señorita. Así terminaremos más rápido de vender!
Vuelve a centrar su mirada en mí que lo observo asombrada por su espontaneidad.
—¿Cómo se hace esto?—pregunta en voz baja.
—Cada libro tiene el precio en la primera página. Lo miras y cobras. Sencillo.
—¡Venga! ¿Quién es el primero?—las personas de la fila lo obedecen. Cualquiera lo haría.
...
Terminamos de vender todos los libros en muy poco tiempo. Estoy contando el dinero y guardándolo en la caja cuando se acerca.
—Es usted una estupenda vendedora—hace el cumplido y sonrío mientras cierro la caja por completo.
—Muchas gracias, Adriano, de verdad, me has ahorrado mucho tiempo.
—No hay de qué. Aunque espero que sepas que esto no es gratis.
—¿No?—pregunto alarmada. Por favor que no me lleve a su auto e intente estar conmigo como hizo Franco.
—Tu tiempo ahorrado es mío—informa y arqueo una ceja.
—¿Tuyo?—no entiendo que quiere decir.
¿Cuánto tiempo quiere? ¿Es una cita? ¿Una hora?
—Mío. Quiero un helado contigo, por el momento.
Bien. Me gusta su invitación. Nunca me han invitado a tomar un helado. Los hombres han perdido esa costumbre tan inocente y bonita.
—Vale. ¿Hay helado aquí cerca?—pregunto dispuesta a ir con él.
—Ven conmigo.
Me ofrece su brazo como en la exposición. Es muy educado y elegante, eso me atrae incluso más. Al igual que en nuestra primera conversación, no lo pienso para enredar mi brazo en el suyo. Caminamos unos pocos metros así, de brazo. Hay una pequeña heladería que nunca había visto, pues no conozco mucho esta parte de Lyon.
—¿Cuál quieres?—me pregunta y muerdo mi labio indecisa.
Miro el universo de sabores frente a mí, pero en un final escojo el mismo de siempre, mi favorito.
—Pistacho.
Frunce el ceño y le ordena a la dependienta nuestros helados. Él escoge uno de chocolate, tan clásico. Nos sentamos en unos bancos en la acera de enfrente. El ambiente aquí es muy agradable ya que tenemos la sombra de un árbol cercano y no es una calle muy transitada por vehículos.
—¿No te gusta el chocolate?—me pregunta mirando mi barquillo.
—No es que no me guste. Es que es tan... básico. Me aburre.
—Eres increíble, ¿Cómo te aburre el chocolate y no te aburre esa... bola verde?
—¿Nunca has probado el helado de pistacho?
—No, su color me da mala espin.—dice con expresión de desagrado.
—No tienes idea de lo que te pierdes.