Capítulo I.
Astrid.
Se mantiene de pie, apoyado sobre su camioneta blanca impoluta y cruzado de brazos. Me mira fijamente, sin un ápice de sentimiento en sus ojos grises que, como de costumbre, solo reflejan indiferencia mientras reflexiona si decir o no lo que está pensando.
Vacila un poco antes de aclararse la garganta y, de una forma apenas comprensible, mascullar:
—Lo siento mucho, Astrid. De verdad, lo siento.
Mi cuerpo se tensa mientras que, en cuestión de segundos, un nudo inmenso se forma en mi garganta.
«Es una broma. Tiene que serlo».
—Lo mejor sería terminar nuestra relación. —Al igual que siempre, se muestra impasible. Nada ni nadie le hará cambiar de opinión.
—¿Por qué? —Me cuesta que las palabras salgan de mi boca y cuando lo hacen, salen en un volumen casi inaudible. No quiero hablar más con él, pero necesito hacerlo, necesito saber cuál es la razón de nuestro fin—. Creía que lo nuestro funcionaba.
Frunce el ceño y lo único que pasa por mi mente es si habrá sido capaz de escucharme.
—¿Por...? —hago el amago de repetirlo cuando él niega con la cabeza, dándome a entender que la razón de su ceño fruncido no es la misma que yo pensaba.
—No lo sabes, ¿no? —Esta vez en su mirada se puede distinguir algo: lástima, pena. Un sentimiento ínfimo, pero presente.
«¿Saber el qué?», no me atrevo a preguntárselo, así que toma mi silencio como una negación.
—No. Lo nuestro no funciona, nunca lo ha hecho —reconoce sin miramientos. Otra vez vuelve a ser la misma persona fría de siempre—. Eres demasiado... ¿cariñosa? Necesito mi espacio. Todos los suecos lo necesitamos.
—¿Qué quieres decir? —Algo me hace interpretarlo como un ataque, tal vez porque nuestras discusiones siempre llegan al mismo tema.
—Ya me entiendes —suspira con frustración. Por su tono entiendo que esto le parece una pérdida de tiempo.
—No. No lo entiendo, León. —Aprieto mis puños con fuerza—. Mi madre es sueca, he vivido toda mi vida aquí. Joder, soy sueca.
—No es eso. Es solo que... —Se pellizca el labio inferior, pensando en qué va a decir. Segundos después, suelta—: Lo eres. Tienes razón, perdón; lo que quiero decir es que tus genes españoles tiran más de tu personalidad.
Tengo que controlarme para no darle un puñetazo a su maldita camioneta. A ese maldito coche 100% sueco que siempre le ha importado más que yo.
—León, no tengo nada que ver con España, ¿vale? —El volumen de mi voz se eleva tanto que la gente que camina alrededor nuestra se detiene para prestar atención a nuestra discusión y mi novio... o, mejor dicho, mi ex, me hace un gesto para que vuelva a mi tono habitual mientras pone los ojos en blanco.
—Esto no va a llegar a ninguna parte. —Su mirada decae hasta mis manos y las agarra antes de que me dé tiempo a meterlas en los bolsillos de mi anorak. Su frío tacto traspasa la fina tela de mis guantes. Luego, sus ojos, carentes de color, vuelven a los míos—. Aunque lo nuestro no haya funcionado como los dos queríamos, has sido una bonita etapa de mi vida y te he querido. Espero que algún día me perdones. Adiós, Astrid.
—León —lo llamo cuando noto que abandona mis manos y me quedo mirándolas.
Él me observa con impaciencia.
—Dime.
—¿Hemos terminado por mí? —Ni siquiera lo pienso. Necesito saberlo, necesito saber si soy el problema.
Él traga saliva antes de responder:
—Sí. Creo que no estás hecha para una relación. —Me da una palmada en el hombro, supongo que en un intento inútil de reconfortarme, y se aleja, adentrándose en el pequeño edificio que se sitúa a pocos metros.
Me esperaba esa respuesta, aún así, me afecta más de lo que había previsto.
«Soy el problema. Siempre lo he sido.»
«¡Fue tu culpa! ¿Por qué no puedes comportarte como una sueca normal y corriente?», ese recuerdo se instala en mi mente sin previo aviso y siento como si me apuñalaran por la espalda.
Desde entonces soy arisca, reservada, antipática. Soy el tipo de persona en la que pensarías si te preguntan cómo crees que son los suecos. Soy el estereotipo perfecto, porque en este pueblucho somos solo eso: meros estereotipos. Todos piensan que nos definen y aspiran a seguirlos a rajatabla; todos somos iguales, copias unos de otros. He olvidado quién soy porque en cuanto me salgo del perfil de sueco frío como nuestro clima, se me tacha de rara; pero ya no importa, quiero encajar, quiero renunciar a España... Quiero dejar de ser el problema y estoy dispuesta a perderme a mi misma con tal de conseguirlo.
A lo lejos veo a Klara, mi mejor amiga, con la mano levantada en forma de saludo.
—Hej. ¿Cómo estás? —me pregunta una vez estamos juntas.
«Soy sueca. Los suecos no muestran sus sentimientos», me recuerdo.
Carraspeo, tratando de ocultar mi malestar.
—Bien —mi voz sale natural, sin temblores ni titubeos—. León y yo lo hemos dejado. —Finjo que nada se rompe dentro de mí.
—Oh —deja escapar una mínima exclamación en la que no se distingue más que indiferencia: indiferentes, otro estereotipo del que nos hemos adueñado los habitantes de este pueblo.
Sin pronunciar una palabra más —cosa que agradezco—, caminamos hacia el instituto. La mayoría de escuelas en Visby no lo parecen —se dice que así no te dan ganas de pegarte un tiro nada más verlas—. La nuestra, perfectamente, se podría confundir con una casa; el exterior es agradable: sus paredes son de piedra y están cubiertas de varias capas de pintura amarilla, el tejado es de ladrillo rojo y los ventanales, altos y estrechos, permiten que la luz natural bañe el interior.
Una ráfaga de aire caliente me da de lleno al cruzar la puerta; cerca de esta hay instalados, en el suelo, unos raspadores para quitar la nieve de nuestras botas.
Aunque fuera estamos bajo cero, la calefacción está tan alta que siento el sudor recorrer todo mi cuerpo y necesito quitarme el abrigo, el gorro y los guantes; Klara y yo nos dirigimos hacia nuestras taquillas para dejarlos.