Amazonas | Libro 2 | Saga Estaciones

Capítulo Veintidos

—Si toma la papa de esta forma, será menos posible que se corte —me dijo Estela

—Si toma la papa de esta forma, será menos posible que se corte —me dijo Estela.

Ella era una de las razones por las que no podía concentrarme y cometía errores en mi trabajo y me enojaba que frente a los demás actuara como si nada pasara entre nosotras.

Henry se acercó a mí, tomó mi mano y ató un pedazo de plástico para cubrir mi herida.

—Ya está, servicio de primera —murmuró antes de volverse a concentrar en las ollas. No entendía para qué, solo teníamos agua y papas. Ni siquiera era inteligente haber llenado las cinco ollas, con dos era más que suficiente. Hoy comeríamos papas cocinadas condimentadas con sal, acompañadas de un vaso con agua endulzado con lo que quedaba en el fondo del costal de azúcar. Quedaría papas para el desayuno de mañana, pero no para el almuerzo ni la cena.

Henry se veía preocupado. Estela también, pero lo disimulaba. Yo no era tan buena en ocultar lo que sentía al respecto. Al contrario de lo que insinuó Emily cuando trajo el costal de papas en la mañana, no me importaba comer papas todo el día. No era especial con la comida; tenía una particular aversión por la carne, lo admitía, pero la comería si era lo que estaba en mi plato.

—Si vienen a trabajar en la cocina, dejan todos los problemas afuera. Las distracciones les puede costar un dedo. —Nos regañó Henry a ambas por igual.

O era el mejor lector de lenguaje corporal y ya se había dado cuenta de la tensión entre ambas, o lo decía por todo lo que acontecía en el refugio.

Ambas agachamos la cabeza y continuamos pelando las papas en silencio. Henry se marchó unos minutos después. Dijo que quería estirar las piernas, pero nosotras sabíamos que iba a exponer su preocupación a Amaia y a pedirle por soluciones milagrosas.

—No tienes que preocuparte, desde que estoy con este grupo, nunca nos ha faltado comida. —Me tranquilizó la mujer a mi lado.

—Si fuera lo único que me preocupara, sería excelente —murmuré. Ella no dijo nada, como siempre. Llevaba una semana insistiendo en el tema y ella hacía como que no existía. También era una semana desde que Canek me había retirado la palabra.

—¿Cuándo llegó aquí? —le pregunté en lugar de insistir en lo mismo. Sus mejillas se arrugaron. Solo reconocía mi existencia cuando le convenía.

—Hace cinco años me encontré con un grupo de mujeres desnudas en las orillas de un riachuelo —me comenzó a contar—. Ellas pertenecen a una tribu donde no hay muchos hombres porque la mayor parte del año estaban cazando. Casi me matan cuando nos encontramos, pero, a decir verdad, no faltaba mucho para que muera. Con solo empujarme al agua bastaba. Estaba tan débil. En lugar de eso, me ayudaron. Me dieron comida y un lugar en su campamento. Fueron realmente buenas conmigo.

—¿Y qué pasó? ¿Por qué no se quedó con ellas?

—Llegaron los hombres y no quisieron, así que tuve que ir por mi cuenta.

—¿Y logró llegar hasta aquí?

—No, por supuesto que no. Es un largo camino hasta aquí. Otoño está muy lejos. Sola no habría podido.

—¿Entonces cómo llegó?

—Fue como eso que le llaman milagro aquí. Estaba a punto de enloquecer cuando me encontré con La Fuerza en una ciudad. Ellos me trajeron.

Paré con lo que estaba haciendo.

—¿La Fuerza? Esa Fuerza.

Asintió. Arrojó una papa más a la olla donde estaban las listas para ser lavadas.

—Ellos estaban buscando algo en la ciudad. Una de las mujeres de ahí me habló del grupo de exiliados al norte y me preguntó si quería ir. No me quedaba otra opción, así que acepté.

Un montón de preguntas surgieron, pero no dirigidas hacia ella, sino hacia Ian.

—¿Hace cuánto pasó eso? —pregunté.

—Seis o siete años —respondió casi de inmediato, pero vi la pequeña duda antes de que abriera su boca. Continué como si nada.

—Y en el tiempo que estuvo sola, ¿no se encontró con algún placebo?

Negó con la cabeza.

—No vi a ninguno, sino hasta cuando llegamos a Primavera. Creo que ellos solo rondan por aquí porque hay más personas. Los amazonas tienen sus campamentos por esta zona. Creo que es por eso. Antes de estar cerca de aquí, no vi a ninguno.

Me quedé pensando en la historia que me contaba y estuve a punto de preguntarle por cómo conoció a su esposo. Tenía curiosidad, porque en algún punto debió haber aparecido. ¿Cómo se convirtió en su esposa? ¿Por qué si quiera aceptó estar con una persona así? Quería preguntarle todo eso y más, pero no lo hice. Se cerraría de inmediato.

—Creo que sería más sencillo que las personas se fueran. Si esta zona es la peligrosa, irse a otro lugar sería lo mejor —comenté.




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