Sol entró al auto de su jefe y preparó todo en su teléfono para tenerlo a mano en la presentación que le haría al famoso Dragón, repitiendo una y otra vez entre susurros la introducción que tenía preparada para esa mañana.
—No se angustie Sol, le aseguro que, si Romano no le hubiese visto potencial a su campaña, no se tomaría la molestia de viajar hasta aquí.
—Supuse que lo haría para rescindir el contrato con ellos —respondió casi sin aliento.
—No podemos perder esa cuenta. Después de todo, no fue por ineficiencia, sino por seguir justo los lineamientos del cliente que nos hemos visto envueltos en todo este escándalo.
Sol no compartía sus palabras, había leído todo lo concerniente a la petición y se dio cuenta de inmediato que todo pasó por ignorar la idea de la única mujer del grupo, pero guardó silencio. Prefería tener la razón con hechos y no con palabras y si todo salía bien, celebraría con ella. Era una promesa.
Llegaron al aeropuerto y mientras su jefe la guiaba en busca de los ejecutivos, su teléfono vibró en su mano.
—Dago, estoy trabajando. —En la videollamada, su hermano deslizaba su mano sobre el rostro de un Santa tamaño natural y le mostraba el precio. Una ganga. Ella chilló de frustración.
—¿Qué haces? ¿Buscando un vuelo para huir de mi aplastante victoria navideña?
—No, he venido a recoger a... —Miró a su lado y al no ver a López cerca, le dio luz verde al coraje que se había guardado todas esas horas—... mi impertinente, pomposo y amargado jefazo.
—¿Es guapo? Ya va siendo hora de que le des una alegría a mamá.
—¿El Dragón Romano? Para nada —mintió, porque en realidad guardaba celosamente la única revista en el mundo que había podido hacerle un artículo de seis páginas, en la última gaveta de su mesita de noche. Pero era por pura admiración profesional, nada más. Nunca en la vida se distrajo por el hoyuelo que se le formaba en la mejilla al sonreír en esa única fotografía de media página que existía en el universo, jamás.
—¿Tienes su Instagram?
—Tengo el de su narcisismo y el de su antipatía, ¿cuál quieres? —le respondió, pero su hermano abrió los ojos desmesuradamente en la pantalla, a la vez que ella sintió un aliento tibio y mentolado viajando desde la parte de atrás de la oreja.
—Puedo darle los tres, si le apetece tener el de mi cuenta personal —susurró una voz gruesa y entonada desde el mismo sitio, entibiándole la piel, erizando el vello de su nuca y haciendo que el estómago se le hundiese, convirtiéndola en un pozo líquido lleno de vergüenza.
Era más alto de lo que esperaba y al mirarlo a los ojos, le parecieron de un café más claro que en las fotos, también creyó descubrir una fugaz sonrisa arrogante, pero no pudo procesarlo con la suficiente rapidez y pensar más en ello, porque la dureza sustituyó aquel atisbo de diversión y sin mediar palabra, le dejó un maletín de piel en las manos y el aroma de una loción cara cuando la sobrepasó.
Siguió caminando mientras hablaba sobre la ineficiencia y algo más que no escuchó, porque ya iba muy lejos. Él se detuvo y la miró con irritación, mientras se acomodaba la bufanda negra de cachemir y la recorría de pies a cabeza, como si le pareciera incomprensible tenerla enfrente. Luego lo vio girar en redondo, luciendo inquieto, como si necesitara quién lo guiara entre la multitud.
Sol jamás había visto una mirada de semejante desolación y le provocó correr hacia él, tomarlo de la mano y decirle que todo estaría bien.
Sol no se percató de la terrible reacción física que había estremecido el pecho de Bruno Romano al cometer el error de acercarse tanto a ella. Su aroma a galletas de jengibre, combinado con un tenue halo a flor de azahar lo perturbó y todo empeoró cuando la hermosa mezcla de verde, marrón y dorado de sus ojos pardos chocaron con los suyos, por eso había caminado tan aprisa, para poder pensar con calma, sin que ese aroma siguiera confundiéndolo.
—¿Qué espera? —le preguntó al notar que no lo seguía y que tendría que repetir todo de nuevo. Detestaba perder el tiempo y no importaba con quién, eso no se podía recuperar.
—A mi jefe —respondió con una vocecita que casi lo hizo reír por la delicadeza y el temblor en la misma.
—Su jefe soy yo —se obligó a aclarar, porque no le gustaba tampoco señalar lo obvio.
Al revisar la propuesta la noche anterior, Bruno se preguntó cómo era posible que una recién egresada universitaria creara una campaña con tanta fuerza e impacto social, pero prudente y temerosa a la vez. Ahora lo veía más claro todavía. Ella no tenía idea de lo que provocaría su propuesta en los medios y por eso decidió viajar, porque la frase que usó para acompañarla, promovía un optimismo infantil que pretendía más que imponía esa quimera tan de moda sobre la igualdad. Imponer era justo lo que necesitaban para romper esquemas y que fuese considerada como la mejor publicidad del año. Para Epicentro significaría cerrar con broche de oro.
—Pero...
—López viajará con los demás. Camine, usted y yo tenemos mucho trabajo de hoy en adelante.
—Pero, tengo hambre —dijo en tono lastimero.
—Yo también —confesó y el ruido en su estómago lo respaldó justo cuando entraban al ascensor para recoger el auto que había pedido para esas semanas.
Ella se echó a reír, melodiosa, pero no pudo ver sus labios, tampoco el resto de sus mejillas arreboladas, porque llevaba el rostro cubierto casi por completo por una horrible bufanda roja con renos y gorritos navideños estampados.
—Siéntese allí y reserve dónde comer, mientras yo retiro el auto —dispuso.
—Como ordene, amo —murmuró.
Bruno la escuchó a la perfección, pero no dijo nada, porque la vio entrar a la aplicación en la que debían elegir al Amigo Secreto de la empresa, así que le dio la espalda por mera urbanidad, aunque deseaba saber a quién le entregaría un momento especial y qué se le ocurriría a una cabecita como la suya.
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Editado: 18.12.2021