—Bien, pareces estar respondiendo muy bien al tratamiento —comentó el doctor Marcus.
—¿Cuándo podré irme?, ya pasaron 5 días —pregunté con cierta impaciencia.
—Pronto. No quiero adelantar nada, pero pronto deberías estar en casa.
Lo cierto es que me costaba trabajo creerle, había permanecido en el hospital durante varios días y nada, cada cierto tiempo debía hacerme exámenes y hablar con profesionales sobre lo que había sucedido. El tema no era de mi agrado, y siempre que podía lo evitaba, pues me recordaba todo lo que había sentido y todo lo que le había causado a los demás, pero no protestaba contra los médicos; después de todo, tanto la señora Liz, como Susan me habían advertido que lo mejor era aceptar la ayuda que ellos me brindaban.
—Ahh, pues ya que —suspiré rendido —. De todas formas, no tengo mucho que hacer —agregué tanteando con mi mano la mesa de luz que tenía al lado de la cama. «¿Dónde está?»
—¿Esto es lo que quieres? —preguntó el doctor alcanzándome el libro.
—Sí, gracias.
—Conque “Cuentos de La Colina” —comentó en un tono de voz curioso—. Es un libro muy popular aquí, ¿te gusta?
—Sí, aunque también me dijeron que era el único libro que había en la biblioteca traducido al braille. No tenía mucho para elegir. —comenté.
La señora Liz venía de visita casi todos los días, y en una de esas visitas llegó con el libro “Cuentos de La Colina” que Bea me había prestado. Por lo que había podido leer en mi estancia aquí, el libro había sido creado por un escritor originario del pueblo, y se había vuelto extremadamente popular hace unos años, a tal grado que había tenido varias ediciones, incluida una escrita en braille.
Por suerte Jim y yo habíamos practicado braille, y cuando la señora Liz trajo el libro, pude encontrar un “pasatiempo” para mi estancia en el hospital (estancia que se había prolongado más de lo esperado). Aunque me alegraba tenerlo conmigo, pues los horarios de visitas eran muy cortos. La señora Liz era quien más venía de visita, seguida por Jim, Lu y Bea (esta última apenas y había podido venir por su trabajo). En resumen, tenía mucho “tiempo libre”.
—Bueno ¿y cómo te va con tu lectura?, ¿te resulta sencillo? —preguntó el doctor sacándome de mis pensamientos.
—En realidad, es un poco más difícil de lo que esperaba, aún no me acostumbro a este sistema, pero los cuentos que pude leer me gustaron bastante.
—Pues me alegro, y no te desesperes, verás que pronto todo mejorará.
Las palabras del doctor me parecieron un poco extrañas, sobre todo con ese tono tan optimista que tenía, pero en cierta forma estaba en lo correcto, mientras más practicara, más mejoraría en mi lectura. «Quizás pueda probar un libro más complejo para la próxima. Le pediré ayuda a Jim para comprarlo cuando salga»
—Bueno, ya me voy, recuerda que si necesitas algo puedes usar el botón al costado de tu cama, una enfermera vendrá de inmediato —agregó. Unos segundos después escuché la puerta cerrarse, me había quedado solo.
Por unos momentos esperé escuchar algún ruido, quizás alguien fuera de la habitación que quisiera hablar conmigo, o alguien del personal que me trajera alguna noticia, pero nada sucedió.
Con el libro en mano intenté leer un poco, pero estaba muy distraído y no me sentía especialmente deseoso de alguna de las diferentes y desconocidas historias de alguien más. No, lo cierto es que quería algo familiar, sin sorpresas y conocido: entonces lo recordé.
La primera cita que tuve con Vanessa fue bastante desastrosa, ella era una chica decidida (al grado de pecar de terca), muy graciosa (aunque sus bromas podían ser un poco pesadas a veces) y le encantaba salir de compras (suerte que su padre tenía dinero).
Durante la secundaria yo era muy popular con toda la clase, no solo era listo, sino que también me consideraban bastante guapo (o eso me dijeron). Al igual que yo, Vanessa era amiga de la mayoría de las chicas de su clase, y con el paso del tiempo ambos acabamos saliendo. “La pareja ideal” nos habían llamado alguna vez, aunque antes de eso, pasamos por muchas cosas (y con “pasamos” me refiero a que las pasé yo en su mayoría).
La mañana de mi primera cita estaba alistándome mientras respondía las constantes preguntas de mi hermana Camila, quien me miraba curiosa y un poco preocupada por mí.
—Entonces, ¿a dónde van a ir?
—A comer y pasear por el centro —respondí acomodándose la corbata.
—¿Cuándo volverán?
—No lo sé, por la tarde quizás —mencioné peinándome mi pelo rubio teñido hace un par de semanas.
—¿Puedo ir?
—Si tú fueras dejaría de ser una cita —respondí sonriente.
—¿Volverás para ver nuestro programa? —preguntó con ojos brillantes y llenos de esperanza.
Yo la miré tiernamente y acercándome a ella le coloqué una mano en la cabeza.
—Me aseguraré de estar a tiempo. Lo prometo.
Camila pareció animarse rápidamente con mis palabras, si había alguien a quien no podía negarme, era a ella. Con su cabello de color castaño y ojos de un tono ámbar, ella eran la viva imagen de nuestra madre. Antes de que muriera, le había prometido cuidar de ella a toda costa y a diferencia de nuestro padre, con el que yo solía reñir seguido, a ella no podía negarle nada.
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Editado: 12.04.2024