ISABELLA.
Esa noche, cuando llegamos a casa, el silencio entre nosotros era pesado, casi palpable. Axel sabía que algo no andaba bien, lo sentía en mi forma de caminar, en la manera en que evité su mirada al entrar. Me abrazó por la cintura, tirándome suavemente hacia él mientras yo trataba de mantener mi fachada intacta.
—Bella, sé que algo te pasa —susurró, con la preocupación teñida en cada palabra—. No me mientas.
Lo miré con una sonrisa cansada, forzada, y me aferré a la única excusa que podía dar sin que se rompiera en mil pedazos.
—Estoy cansada, amor. Solo eso. Necesitaba irme de esa fiesta —mentí, tratando de ocultar la angustia que me quemaba por dentro.
Axel, aunque no del todo convencido, asintió y me acarició el rostro con ternura.
—Entiendo. Ha sido una noche larga. ¿Y tu trabajo? ¿Tienes que viajar pronto? —me preguntó, con la esperanza de que la respuesta le diera la tranquilidad que buscaba.
Negué con la cabeza, tratando de no pensar en las palabras que había escuchado, en cómo esas dudas sobre nuestro futuro se clavaban cada vez más hondo.
—No, hasta el mes que viene no tengo que ir a ninguna pasarela ni evento —le respondí, tratando de sonar relajada, como si ese pensamiento no me estuviera consumiendo por dentro.
Una sonrisa se extendió por su rostro, y sus ojos brillaron con una alegría genuina que hizo que mi corazón se rompiera un poco más.
—Eso significa que tendremos mucho tiempo para nosotros —dijo con entusiasmo—. En urgencias me han tenido haciendo horas extras, pero cuando pienso en lo que viene, en llegar a ser director y luego pasar a la junta directiva, todo vale la pena. Es lo que más deseo en el mundo. Mi padre me envió a Europa para eso, para que un día pueda hacerme cargo de los hospitales que la familia tiene aquí.
Sus palabras resonaban en mi mente, cada una de ellas reforzando la certeza que había crecido en mí desde aquella conversación en la cocina. Sabía lo mucho que significaba para él ese futuro, lo mucho que había sacrificado para estar donde estaba. Y allí estaba yo, su mayor amor, pero también su mayor obstáculo.
Sentí un nudo en la garganta, una presión en el pecho que apenas podía contener. Mis pensamientos comenzaron a correr desbocados, considerando lo impensable. ¿Y si dejaba el modelaje? ¿Y si abandonaba esa vida que había construido, la carrera que tanto me había costado, solo para que Axel pudiera avanzar sin que mi sombra lo siguiera?
Sin darme cuenta, lo murmuré en voz alta, casi como un pensamiento que escapaba de mis labios sin permiso.
—Quizás… debería dejar el modelaje…
Axel se detuvo de inmediato, su rostro se tensó y me miró con incredulidad. No tardó en negar con firmeza, atrapando mis manos entre las suyas.
—Bella, no. Nadie debería dejar lo que realmente quiere ser por otra persona. Ni siquiera por mí. Si amas lo que haces, no dejes que nada ni nadie te haga renunciar a ello. Eres una de las mejores modelos del mundo, y tu trabajo es parte de quien eres.
Sus palabras eran sinceras, llenas de amor y comprensión, pero también eran las mismas que confirmaban lo que debía hacer. No se trataba solo de renunciar a mi carrera; se trataba de salvarlo a él, de asegurar que Axel alcanzara esos sueños que tanto anhelaba, sin que yo fuera la razón por la que no lo lograra.
Lo miré, y en ese instante lo entendí todo. Su amor por mí era inmenso, incondicional, pero también era el motivo por el cual su futuro estaba en riesgo. Y eso era algo que no podía permitir.
Esa noche, nos amamos como si fuera la última vez, aunque solo yo lo sabía. Cada caricia, cada beso estaba impregnado de una mezcla de pasión y melancolía. Sabía que debía memorizar cada detalle, porque al amanecer, todo cambiaría.
Axel se quedó dormido con una sonrisa en los labios, mientras yo lo observaba en silencio, grabando en mi memoria la forma en que su cabello caía sobre su frente, la paz en su rostro. Me levanté de la cama con cuidado, sin despertarlo, y comencé a recoger mis cosas. Cada prenda, cada objeto que guardaba en la maleta, era un trozo de mi corazón que dejaba atrás.
Antes de irme, me arrodillé junto a él, observándolo una última vez. Mi amor por él era tan profundo, tan absoluto, que sabía que debía hacer este sacrificio. Le di un beso suave en la frente y le susurré una despedida que jamás escucharía.
—Te amo, Axel. Siempre te amaré.
Las lágrimas corrían por mis mejillas mientras me levantaba, y con la maleta en la mano, salí de nuestra casa, cerrando la puerta suavemente tras de mí.
Bajé por las escaleras y salí a la calle, donde un taxi me esperaba. Le di la dirección de la estación de tren, y mientras el vehículo se alejaba, sentí cómo mi corazón se quedaba atrás, roto, desangrado, pero con la certeza de que había hecho lo correcto.
Sabía que Axel se despertaría al día siguiente, buscando respuestas que no podría darle. Su futuro estaba en juego, y aunque mi amor por él era infinito, era precisamente ese amor lo que me obligaba a partir. Porque a veces, la mayor prueba de amor es aprender a decir adiós.
Editado: 15.12.2024