Amor en Sagaponack

El chico

Mi cabeza iba pegada a la ventana de la camioneta. Era evidente que estaba triste por pasar el 4 de julio con la tía Chloé, y no solo eso, todas las vacaciones de verano. Recién me he graduado de secundaria, y estoy a punto de ingresar en la universidad de mi sueños, la Universidad de Brown, con mucho esfuerzo mis padres han logrado pagar los costos del primer año, "Ya se verá después" han dicho. Debería estar feliz, en mi casa del bajo Mnahattan preparando todas las cosas para mi mudanza, despidiendome de mis mejores amigos y visitando mis lugares predilectos del vecindario como despedida, pero no, en cambio viajo casi una hora para ver a la longeva tía Chloé, con sus gatos en Sagaponack. Ya he visitado varias veces Long Island, que es la playa de los neoyorquinos, pero nunca me he adentrado en esas casitas viejas y tan clásicas que hay en los vecindarios circundantes, tía Chloé vive en una. Papá y mamá hacen como que no me ven y no esuchan mis quejidos, cada medio kilómetro lanzó un quejido, más bien suspiro agudo. Finalmente llegamos, me duele mucho el trasero y me lo sobo al bajar. Mamá trae costillitas de cerdo y alitas picantes como viandas para colaborar con la celebración. Tía Chloé nos recibe, eso sí muy amable, ella es una típica mujer quincuagenaria americana. Toda la casa está adornada con banderas, mis tíos están en el patio trasero asando carne para las hamburguesas, papá abraza efusivo a sus hermanos, todos ellos tienen hijos pequeños, y ahí veo a Sam, Lawrence y Lorraine, los hijos del tío Tom, y a Spencer, Charlie y Duncan, los hijos del tío Dylan, revoloteando como mariposas o aves de primavera, jugando con pistolas de agua cerca de la vieja alberca. El clima del día es cálido, se me antojaría ir a la playa, pero no sé si pueda, solo espero que alguno de los familiares quiera ir, es mi única esperanza. Estoy de suerte, los niños brincan y preguntan a tía Sharon, esposa del tío Tom, si pueden ir a la playa. Yo me ofrezco rápidamente a llevarlos, la tía Sharon acepta. Los hijos del tío Dylan también van por lo que me prestan mis papás la camioneta. Nos estacionamos muy cerca de la playa.

—Bien niños, pueden jugar y meterse al mar pero no muy adentro. Yo leeré entre tanto un libro, Sam y Spencer están a cargo, por ser los más grandes —digo a los niños.

Así cada quien hace lo suyo. Me tumbo en la arena sobre una toalla, lo bueno de las playas de Long Island es que casi siempre están muy limpias y hay poca gente. Generalmente leo ebooks pero hoy me he traido mi buen tomo físico de la nueva novela de Anna Todd, desde After soy adicta a su estilo. Estoy en eso, cuando de pronto se empieza a escuchar mucho ruido, algo de música y risas. Alzo la vista y veo un grupo de chicos ruidosos, han aparcado un automóvil clásico en medio de la playa y beben alcohol. Los niños se asustan y se acercan a mí. Borrachos ruidosos, me acerco a ellos. 

—¿Qué les pasa? Oigan, no pueden beber en la playa, creo que es ilegal o algo así —digo furiosa.

Me miran con cara de pocos amigos.

—¿No sabes quienes somos nosotros? Somos los reyes de los hamptons. Dejanos en paz perra.

¿Perra? ¿Los reyes de los Hamptons? Cretinos. Me avalanzo hacia el chico que me insultó e intento golpearlo en el pecho, pero otro de sus amigos me toma de la cintura y me derriba sobre la arena. Ellos se ríen de mí, yo me siento tan vulnerable. Quiero llorar, me voy de ahí llorando. Les doy la espalda, ya les llevo varios metros de distancia pero aún sigo derramando lágrimas, entonces escucho una voz que me grita, luego alguien me toma del brazo.

—Suéltame, idiota. ¿No tuvieron suficiente?¿Quieren humillarme más? 

—No, disculpa a mis amigos, sí, somos idiotas. Me llamo Warren Brandt, no quiero que te vayas llorando, me siento mal. Si quieres te llevo a tu casa.

Ni siquiera le contesto y sigo caminando. Me subo a la camioneta, los niños también lo hacen, arranco. El chico me ve paralizado desde lejos.

En casa de tía Chloé no cuento lo ocurrido. Mis tíos beben cerveza igual que papá, yo me arrincono en una parte alejada del patio, pero mi mamá advierte mi tristeza y ojos llorosos, me pregunta qué me pasa, pero le digo que nada. Mejor subo a mi habitación, para que nadie me pregunte qué me ocurre. Me recuesto en la cama boca abajo y abrazo mi almohada, lloro algo quedo. Luego me duermo.

Despierto a las diez de la mañana, ya es otro día. Después de cepillarme los dientes bajo al desayunador en la cocina. Mamá y todos toman el almuerzo. Mamá me sirve huevos fritos con tocino y jugo de naranja. 

—Ya sabemos lo que pasó —dice mi mamá.

—Debiste comentarlo desde anoche —añade papá.

—Yo mismo iría a golpearlos —agrega furioso mi tío Tom.

Los niños contaron todo, era inevitable.

—No importa, solo me asusté. Qué triste que en estas playas no haya mucha vigilancia.

—¿Sabes como se llama alguno? Aún podemos reportarlo a la policía —dice mi tía Chloé.

Dudo un minuto, pero luego me doy valor.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.