Diez años más tarde.
Las astillas del tronco se desparramaron en cuanto el hacha se injertó al medio.
El muchacho levantó el objeto mortal de nuevo y volvió a despedazar el tronco, una y otra vez. Con la camisa pegada al cuerpo culpa del sudor, a pesar de ser un frío día de otoño, siguió su trabajo arduo. Concentrado en lo que hacía, casi como si volcase todos sus rencores dentro de aquel pedazo de árbol.
Se detuvo unos segundos en busca de recuperarse y quitó unas gotas de sudor que se escurrían por su frente. Dio una bocanada de aire y empuñó nuevamente el mango del hacha. Las venas de sus brazos se marcaron con intensidad y el joven hizo descender nuevamente su instrumento de trabajo con todas sus fuerzas concluyendo su tarea con aquél tronco.
Y tenía muchos más esperando.
Tomó los pedazos y los volcó en una carreta de hierro. Asió por el agarradero el objeto y se dirigió hasta la carpintería, donde los madereros le darían forma a su trabajo como leñador.
Pero una vez que hubo dejado atrás el prado donde se encontraba trabajando junto a otros de su mismo oficio, una voz lo alcanzó a sus espaldas. Era su padre.
—¡Georgi! ¿Podrías venir un momento?
Él se dio la vuelta y dejó la carreta nuevamente en el suelo. Miró en dirección a su padre quien había llegado corriendo para advertirle algo a su hijo. Georgi lo miró con extrañeza.
—¿Qué ocurre papá?—inquirió mientras se dirigía hasta su progenitor.
El sujeto se rascó su cabeza calva y apoyó una mano en el hombro húmedo de su hijo.
—Necesito que me acompañes un momento.
El joven se resistió y negó con la cabeza.
—No puedo, estoy trabajando.
—Será solo un momento. Pídele al patrón que te disculpe unos momentos o a algún compañero que te cubra.
—No, papá…
Georgi se arremangó la camisa a cuadros hasta la altura de los hombros y luego le dio la espalda a su padre.
—Se trata de los Vanderhoeven.
Entonces todo se paralizó. El muchacho creyó no haber oído con exactitud las palabras de su padre por lo que se detuvo para luego preguntar con apenas un hilo de voz:
—¿Vanderhoeven?
No recibió respuesta. O al menos sus oídos no se sentían preparados para volver a escuchar el nombre de…
De Teby Vanderhoeven.
—¿Qué sucede con esa familia?—preguntó desanimado.
Su interlocutor sólo respondió con un gruñido haciendo obvia la respuesta: los Vanderhoeven estaban en el pueblo.
—¿El padre Domenico sabe de esto?—insistió Georgi.
—No lo sé, seguramente.
Gerogi sintió la manera en que presionaba el mango del hacha. Con una fuerza tal que las astillas comenzaban a dañarle las manos curtidas por el trabajo.
Pasados unos segundos, necesarios para poder reaccionar, el joven le hizo un gesto a su padre para que lo esperase y por consiguiente fue a pedirle a Immanuel que lo cubra unos momentos en su puesto. Su compañero de trabajo y amigo aceptó pero a regañadientes.
—No demoro—advirtió Georgi y luego fue donde su padre.
Caminaron en silencio hasta que el muchacho no pudo contenerse más y finalmente increpó con preguntas a su progenitor:
—¿Dónde iremos? ¿Nos están esperando? ¿La niña dijo algo sobre mí?
«La niña…» Georgi percibió lo incapaz que se sentía de pronunciar el nombre de ella, de Teby.
—A la estación de trenes. Llegarán en breve según lo que se está hablando en el pueblo.
Y entonces el joven tuvo miedo. Miedo a ser rechazado nuevamente por la hermosa Teby Vanderhoeven. Era un hecho que Georgi había cambiado muchísimo físicamente: atrás había quedado el niño regordete, dependiente de su mamá. Ahora era un sujeto de hombros anchos y manos grandes; abdomen marcado y unos enormes brazos de leñador.
Pero ella sería mucho más hermosa aún. ¿Qué habría sucedido con la delgada y pequeña mujercita de ojos azules y rizos dorados?
—¡Venicio!—lo recibió el padre Domenico con un abrazo.
El padre de Georgi correspondió al gesto del sacerdote y una vez que se apartaron, el otro sujeto le echó un vistazo al joven y le dio un fuerte apretón de manos.
—Tú debes ser Georgi, ¿verdad?
El joven asintió.
—¡Encantado de conocerte Georgi! ¡Eres idéntico a tu padre!
El muchacho hizo una mueca y luego caminó hasta las banquetas que daban justo con la llegada de trenes de la estación. Tomó asiento en una de ellas y se cruzó de brazos en la espera de que llegase el tren. Se lamentó el haberse cambiado de camisa por aquella que le quedaba un poco justa de espaldas a pesar de que su madre lo haya convencido de que le sentaba bien.
Venicio tomó asiento junto a su hijo.
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Editado: 29.09.2021