Amor y guerra

Capítulo 34. Resentimiento

La carta llega a manos de Rodrigo tras una angustiosa semana en la que, sin recibir noticias de Alma, la preocupación le ha causado una recaída. Lo último que supo fue a través de un breve mensaje de Thomas; el irlandés le expresó de manera concisa sus intenciones para con su ahijada, no le pedía permiso para nada y eso lo disgustó. Para su mayor disgusto poco podía hacer sabiendo que ya habían abandonado el campamento del coronel Ávila y se encontraban lejos de su alcance. Rogó porque su confianza en que el médico cumpliera su promesa no fuera infundada y por fin, frente a él, tiene la respuesta. Se acomoda en el sillón acojinado de su despacho. Andrew lo acompaña, sabe quién es el remitente de la misiva que sostiene y conoce todos los antecedentes. Aparentado una calma que lejos está de sentir, se sienta en la silla al otro lado del escritorio del administrador. El hombre lee el papel, reconoce la exquisita caligrafía de quién ha sido bien educada, su niña, la extraña tanto que apreciar cada letra escrita lo hace sentirla cerca. Al terminar dobla con cuidado el mensaje antes de guardarlo en el cajón del escritorio y reclinarse sobre el respaldo del asiento que ocupa.

—¿Y bien? —cuestiona Andrew, ansioso al notar su gesto relajado.

A él también lo enfurecieron los planes del irlandés y estuvo a un paso de ordenar que le ensillaran el caballo más veloz y partir tras ellos para evitar lo que le parece más que una equivocación: un abuso de confianza que no piensa perdonar. Sigue sin creer lo bajo que cayó el que ya dejó de considerar un amigo. Aprovecharse de la lejanía y soledad en la que encontró a Alma para convencerla de sus propósitos se le antoja una gran falta, una que tendría que pagar muy caro.

—Todo sucedió tal y como el señor O’Donovan lo expresó en su carta —Rodrigo deja en suspenso sus palabras y se pone de pie, camina detrás el sillón y se detiene junto a la ventana —. Alma es su esposa y piensan quedarse un tiempo lejos de San Gregorio.

—¿En dónde?

—No lo dice —miente, como ya lo hizo al recibir la carta de Thomas y sospechando que el joven rubio es capaz de ir en su búsqueda —, pero puedo ver el entusiasmo con el que me escribió, sin duda es feliz y eso me tranquiliza.

—Olvida que cuando el reconocimiento de mi tío tenga efecto, ese matrimonio perderá validez.

—No lo he olvidado. Mientras tanto mi pequeña está bien, dichosa al lado de un hombre que la ama y confío en que sabrá cuidarla. Lo del matrimonio puede arreglarse después, la prefiero lejos y a salvo que cerca de mí y de un asesino que busca dañarla.

Andrew golpea con la palma de la mano el escritorio frente a él, logrando captar la atención de Rodrigo que lo mira intrigado por la violenta reacción tan ajena a su carácter.

—¡Ese miserable no tuvo ni el valor de venir a pedir su mano! Dudo mucho que la amé, o al menos no lo hace como un hombre decente —señala, iracundo. Su acompañante guarda silencio por un largo instante sintiéndose señalado, luego vuelve a sentarse en su sillón y lo encara dispuesto a explicarse.

—Conozco a mi muchacha, la vi desde el mismo día que abandonó el vientre de su madre, atestigüé sus llantos y alegrías. Siempre quise para ella una vida feliz, plena, la eduqué no para someterse a nadie ni nada sino para actuar según su propio convencimiento. Y estoy cierto en que si el señor O’Donovan no la trajo a San Gregorio fue porque ella así lo quiso. Nadie lograría obligarla a hacer algo en contra de su voluntad —sacude la cabeza para enfatizar sus palabras —. Alma nunca estuvo cómoda en este lugar y debió ver la oportunidad de irse con la propuesta de su amigo.

—Él ya no es mi amigo —refuta, tajante.

—Como sea, Alma lo quiere. Lo sospechaba, aunque no tenía idea de cuánto. La forma en que sucedió me desagrada tanto como a usted, ya le manifestaré mis quejas al señor O’Donovan después, ahora puedo concentrarme en atrapar al asesino de Joaquín.

—Es usted demasiado condescendiente, don Rodrigo. Si ya lo ha decidido así, no me queda más que aceptarlo.

Visiblemente enfadado, Andrew se pone de pie y luego de despedirse fríamente, sale del despacho sin saber muy bien a dónde dirigir sus pasos alterados. Imaginar lo que Thomas disfruta lo indigna, le hace temblar los músculos y descompone en una mueca áspera la belleza masculina de su rostro. De todos los hombres, tuvo que ser precisamente en el que más confiaba quien le arrebatara la posibilidad de amar a una mujer como Alma. Comenzaba a importarle poco el cercano lazo sanguíneo, no serían la primera ni la última pareja formada por un hombre y una mujer emparentados. Había soñado con conquistarla cuando Thomas se atravesó, aprovechando lo vulnerable y sola que se encontraba para enamorarla. Lo aborrece, tanto como a sí mismo por haberse fiado de él y unas buenas intenciones que nunca tuvo. Tal vez sea solo su orgullo herido, no obstante, Thomas jugó tan sucio que le resulta imposible seguir respetándolo.   

—¡Andrew! —escucha. Por impulso se detiene para percatarse que ha llegado al patio de la casa principal. Voltea a la voz que lo llama para encontrarse con su madre, se acerca tan rápido que siente deseos de desaparecer. No quiere que lo vea así —. Qué bueno es verte, hijo. Necesito que hablemos.

—No es el mejor momento ¿puede esperar? —. Ella niega y resignado, la invita a acompañarlo hasta el despacho que antes fuera de su tío y del que se ha apropiado momentáneamente.




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