Cuando se trata del amor, las mujeres solemos jugar con reglas distintas a las de los hombres. ¿A qué me refiero exactamente? A esas normas invisibles que, de una u otra forma, nos imponemos cuando iniciamos una relación: no salir con el exnovio de una amiga, no involucrarse con los hermanos de nuestras amigas, no fijarse en el ex de un familiar. Son códigos silenciosos que parecen universales.
¿La razón? Competencia. A lo largo de la historia nos han puesto a rivalizar entre nosotras por todo: por los hombres, por la belleza, por el éxito, por quién tiene la vida más “perfecta”. Y aunque algunas mujeres se atreven a romper esas reglas, la mayoría terminamos cumpliéndolas, casi sin darnos cuenta.
Este es el caso de Alison, una joven de 28 años que carga consigo todas las inseguridades de cualquier adulta joven… con un peso extra: ser la gemela invisible. Su hermana, Hanna, lo tiene todo: es carismática, empática, encantadora. Para el mundo, Hanna es “la gemela perfecta”, mientras que Alison siempre ha sido “la hermana de Hanna”. Así han transcurrido veintiocho años de vida compartida: una bajo la luz de los reflectores, la otra en las sombras.
Alison aprendió a vivir con ello, hasta que apareció David.
La primera vez que oyó hablar de él fue cinco años atrás, en un viaje con amigas, cuando conocieron a Geraldine. Entre risas y confidencias, Geral mostró una foto de perfil de su mejor amigo, y todas quedaron sorprendidas: era guapo, magnético, encantador. Desde ese momento, lo idealizaron. Pero Geral, con la certeza de una celestina segura de sí misma, declaró:
—David es perfecto para Hanna.
Y así lo hizo. Un año después los presentó, y rápidamente Hanna y David se convirtieron en pareja.
Alison, fiel a las “reglas no escritas”, levantó un muro invisible. Si David era “para Hanna”, entonces debía resignarse. Pero lo que realmente le dolía no era él, sino esa constante sensación de que nadie —ni amigas, ni familia— jamás pensaba en Alison como la mujer ideal para alguien. Siempre era la sombra, la invisible. Y aunque nunca lo admitía, le dolía profundamente.
Con el paso del tiempo, mientras Hanna vivía su romance de ensueño, Alison priorizó otras áreas de su vida: académica, laboral, espiritual, emocional. Viajó a otro país en un intercambio universitario que se extendió a tres años. Aprendió a quererse, a pulir su autoestima, a diferenciarse de su hermana. Por primera vez, dejó de ser “la gemela de” y se convirtió en Alison, con identidad y fuerza propias.
Pero los planes de quedarse más tiempo en el extranjero se esfumaron con una llamada. Sus padres le informaron que David había roto el compromiso con Hanna, apenas seis meses antes de la boda. Alison, aunque sorprendida, no tuvo valor de decirles que no pensaba volver. Cuando Hanna estaba en crisis, era ella quien debía regresar, aunque significara renunciar a sus propios proyectos.
Alison respiró hondo al llegar al aeropuerto. “Que empiece el drama”, se dijo con ironía. Y no se equivocaba.
Al entrar en casa, escuchó el inconfundible llanto de su hermana mezclado con las voces agudas de sus amigas. Esa escena le resultaba familiar: Hanna rodeada de su corte de “Barbies”, llorando desconsolada con un tarro de helado en las manos. Y ahí estaba Hanna, despeinada, con los ojos hinchados y un litro de tiramisú derramándose sobre su regazo.
—Hola, hermana… ¿Cómo sigues? —preguntó Alison con calma.
—¡Mal, Ali! —sollozó Hanna—. Me dejó… ¡me dejó seis meses antes de la boda!
—¿Pero te dio alguna explicación? —insistió Alison, sentándose a su lado con esa elegancia y seguridad que ahora irradiaba.
—Dijo que no éramos compatibles… que con los años sus prioridades cambiaron y que yo ya no encajaba en su vida.
Alison suspiró.
—Es duro, lo sé… pero al menos fue sincero ahora y no después de la boda.
—¡Si me hubiera dicho en qué cambiar, lo habría hecho! —gritó Hanna, rompiéndose en lágrimas.
—No, Hanna. Nadie tiene que cambiar para encajar con alguien. Cambiamos por nosotros mismos, no para agradar a otro. A veces simplemente… no funciona.
Pero Hanna no quería escuchar razones. Quería a su hermana, no a la psicóloga en la que Alison se había convertido. Entre abrazos, reproches y lágrimas, la noche transcurrió.
Con el paso de los días, Alison comprobó que la herida de Hanna no cicatrizaba. El drama se había instalado en la casa. Cada fin de semana sus amigas arrastraban a Hanna a clubes, intentando presentarle nuevos pretendientes, y ella siempre regresaba llorando, convencida de que nadie era mejor que David. Alison, cansada, intentaba mantener la distancia.
Hasta que, un sábado cualquiera, cedió a la insistencia de las amigas y aceptó acompañarlas al club. Fue entonces cuando lo vio.
David.
El hombre que había sido solo un nombre, un recuerdo lejano en conversaciones con Hanna, estaba ahí. Y no era un recuerdo idealizado: era real, y mucho más atractivo de lo que jamás imaginó.
Alto, de complexión atlética —musculoso pero sin exageraciones—, piel clara, cabello negro que caía con naturalidad sobre la frente y unos ojos tan azules que parecían contener un océano en calma. Vestía de manera impecable, con esa mezcla de elegancia y sencillez que lo hacía destacar entre todos.