Agua.
Densa y dulce. Sentía sus extremidades mecerse al vaivén de las ondas.
A través de sus parpados podía notar la débil luz del sol que lograba atravesar la cristalina superficie.
No sabía con exactitud donde se encontraba, se negaba a abrir los ojos. Pero el sabor le decía de no se hallaba en el mar. No era salado, ni amargo, que te provocaba escupir. Tampoco en un río, ni arroyo, puesto que no sabía a tierra. Mucho menos a una piscina con su cloro.
Era como si alguien hubiera llenado un vaso mitad agua, mitad azúcar, y la hubiera arrojado en su interior.
Podía sentir como su propio peso iba jalándola hacia abajo, lentamente, al ritmo de su respiración. Con cada exhalación se hundía un poco más.
Podría nadar hasta la superficie tranquilamente, sacar la cabeza y respirar aire fresco. Podría. Pero no lo hacía.
Sus pulmones no se llenaban de agua. Había aire allá abajo. Aire que olía a musgo, a flores podridas, a algas… a demasiadas cosas; pero al menos era respirable. No sentía la necesidad de salir.
Sentía una serenidad indescriptible mientras su cuerpo seguía cayendo.
Sentía como con cada exhalación sus preocupaciones se iban, flotando hacia la superficie en pequeñas burbujas.
“¿Podría quedarme aquí para siempre?”
Una voz en el fondo de su cabeza le decía que no.
¿Por qué?
La voz no tenía una respuesta para eso.
¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué?
Sentía que gritaba pero su boca permanecía cerrada igual que sus ojos.
¿Por qué?
¿Por qué no?
“Despierta”
Dos cuencas negras como el carbón, abriéndose paso a través de los molestos rayos del sol que entraban por la ventana.
En aquel lugar se sentía como el final del invierno mezclándose con la primavera. Aquí era pleno verano.
“¿Aquí?”
Se encontraba en una habitación modesta, blanca, un armario, un escritorio, y una mesilla junto a la cama. La ventana era en realidad una puerta corredera que daba a un diminuto balcón.
Hacía calor.
La ropa de dormir, blanca y suave, se pegaba a su cuerpo por el sudor; igual que el platinado cabello se pegaba a su cuello y espalda.
Demasiado calor.
Se fue incorporando lentamente en la cama, desplazando o tirando fuera de esta, a los pequeños seres que le hacían compañía al dormir.
Atajo a una que estaba a punto de caer, la subió hasta su rostro y soplo ligeramente sobre ella. La pequeña criatura restregó su diminuta cara contra su mejilla, para posteriormente desaparecer en una llamarada azul. Dejándole la punta de los dedos ligeramente quemadas.
El resto de sus invitados huyo atravesando la puerta del balcón.
Observo la vacía habitación antes de desplomarse de nueva cuenta sobre la cama.
¿Cuánto más podría continuar así?
¿Por qué había tenido que tomar esa decisión?
“Ya no tiene caso lamentarse”.
Un par de golpes llamaron a la puerta en el momento en el que sus ojos volvían a cerrarse.
Se levanto con pesadez de la cama, y se dirigió a la puerta con una muda de ropa limpia materializándose en su mano.
Al abrir se encontró a una joven, tal vez menor que ella, al menos en apariencia. Largo cabello rubio, vestido negro y delantal blanco. Una de las sirvientas. Delailah.
Le sonrió cálidamente, realizando una pequeña reverencia.
Inclino la cabeza a modo de saludo. Se deslizo por un costado en dirección al oeste del caserón.
No necesitaba que Delailah le guiara hasta allá. No importa que tanto cambiara aquella edificación con cada estación. Había estado yendo durante años, tal vez durante décadas. Conocía cada patrón de cambio, cada pequeña anomalía quedaba registrada para ella.
Entro al baño con el vapor del agua de la tina golpeándole en el rostro. En el agua flotaban ya hierbas y raíces medicinales. Ya la habían preparado para ella.