Anástasi: El precio de la libertad

Capítulo I

Cada paso dado sobre aquella banqueta evocaba un recuerdo del pasado. Zancada corta que terminaba apoyando el peso de mi humanidad sobre la planta de mi pie derecho: Mi noche de bodas, el mejor recuerdo de todos. Misma acción, pie contrario: El funeral de Elizabeth. Cada paso era un buen recuerdo, y al mismo tiempo y compás, uno malo. Salado en mi boca, ensordecedor para mi sentido, y cegador ante mi vista. Recuerdos vivaces que revivían un pasado melancólico. Fui muy afortunado en su momento, y luego la miseria, despiadada, me tomó del cuello para asfixiarme. Hasta la fecha, la derrota y la peste eran mi canción de cuna cada noche; despertaban de mi mente siniestros demonios que me atormentaban en mí dormitar.

Un imperio poderoso y liderado por un solo hombre, me mostró la peor versión de una humanidad que carecía de tantas cosas. Aquel hombre, cegado en su avaricia y egoísmo, no dudó en cortar una de sus extremidades para dejarme en la ruina. En el acto, me quedé sin nombre, identidad, reputación, familia, amigos, salud, pertenencias, dinero, y, lo más doloroso de todo, el amor de mi vida. Aquel hombre me mostró que, sin ninguno de estos elementos, no existe eso que caracteriza a alguien como una persona. Me mostró que se puede estar muerto mientras se respira. Me mostró en carne propia el significado definitivo de destrucción. Me mostro que, sin posibilidad absoluta de volver a ser la mitad de lo que era, ya no tenía sentido seguir existiendo.

¿Y de que servía existir si todo era dolor? ¿Por qué aferrarse a sobrevivir con escasas dos comidas diarias, conseguidas a cambio de una súplica lamentable? ¿Cuál era el punto de deambular por la gran manzana sin tener a dónde ir?
Era horrible vivir a expensas de aquellos que creían que un vagabundo sin futuro solo era un estorbo de la sociedad. Nadie se preguntaba que fue antes y como llego ahí, sino que, limitados a sacar un dólar, esperaban que fuera suficiente para ahuyentarlos por siempre. Y mi cuestión tomaba fuerzas una vez más.
¿Cuál es el punto? ¿Cuál es la meta? ¿Algo tenía sentido? Elizabeth Warren era mi sentido, y Jefferson Warren mi verdugo y la reencarnación misma del mal.

No había más alternativas para mí. Mi familia me había dado por muerto hace años, sin mencionar que no tenía idea de sus paraderos.
Mi padre, víctima del cáncer se fue primero y nos dejó en un mundo lleno de dolor cuando yo tenía veinticinco años.
Mi madre se dedicó a cuidar a una de mis hermanas que generó una diabetes tipo 1 desde su juventud. Su paradero era desconocido desde que fui a prisión.
Mi hermana la menor, se había casado para luego abandonar Nueva York y las marcas de un pasado atroz que casi le costó la vida.
Mi hermano, el menor de la familia, había desaparecido a sus veinticinco años de edad.
Mi familia estuvo marcada por la miseria por muchos años, pero no siempre fue así. Cuando fuimos niños, todo era un jardín de rosas y alegría. Sin ser conscientes de que la pobreza se acercaba a pasos agigantados a nuestra vida, disfrutamos de una niñez donde las caricias y la unión familiar jamás faltaron. A cada paso, recordaba lo verdaderamente feliz que era en aquellos días. Tal vez, nunca tuve esa bicicleta nueva de cambios en ambas manijas que siempre  quise, pero compartir la única bicicleta en casa con mis hermanos fue de lo mejor. Tal vez nunca tuvimos una piscina en casa, pero recordar el petricor, los arcoíris y los baños de agua de lluvia en aquellos barrios, no tenía precio. Tal vez no teníamos dinero para ir al cine y ver aquellos súper héroes fantásticos, pero las peleas en mi barrio, cuando respaldaba a mis amigos y mis hermanos, me hacía sentirme como uno.
Fue la mejor etapa de todas para nuestra familia. Deseaba revivirla una y otra vez, como sedante efectivo contra la cruda y fría realidad.

Con mucha cautela, miré nuevamente a mis espaldas, pues no quería que nadie me siguiera a donde iba. No quería fisgones que presenciaran mi suicidio, así que me aparté lo más que pude del tráfico urbano y sus personas. De pronto, me encontré en un sucio y mal oliente callejón, perfecto hogar de vagabundos como yo, y toxicómanos que buscaban el diario deleite mortal de  toda clase de sustancias y drogas. Para mi buena y poca fortuna, solo había basura y una que otra rata que merodeaba por ahí.

— Se acabó. —Susurré con tristeza— Esté vez si será el verdadero final.

Yo no debería estar vivo, pues en el pasado había librado la muerte en más de una ocasión. Tal vez eso esperaba de mí la dama de la muerte. Tal vez quería que sobreviviera a tantas cosas para  que yo la buscara al final de la partida. Para tocar su mano y morir en su regazo.

— Tú ganas. —Volví a susurrar— Ganaste desde que te llevaste a la niña de mi ojos.

Pensé en el rostro de Elizabeth una vez más, y con una fuerte determinación, puse un viejo revolver que solo poseía una sola bala sobre mis parentales derechos. Suspiré profundamente, mentalizando que el dolor sería efímero. Ya había sido demasiado, y estaba cansado de esperar por nada. Ya había tomado la decisión más importante de mis últimos años... y por supuesto que valdría la pena.



#12630 en Thriller
#7129 en Misterio
#5159 en Suspenso

En el texto hay: accion, suspenso, venganza

Editado: 24.06.2019

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.