Parte II
Perspectivas mortales
Capítulo XVI
Observaba con atención a las personas sobre las banquetas a través de las ventanas del taxi. En ciertos sitios, hombres de buen parecer, y aparentemente exitosos que vestían de costosas y elegantes prendas, caminaban a prisa rumbo a su cómoda oficina donde los esperaba labores cómodas que generaban dinero fácil.
En otra palabras, inmerso en mis pensamientos y sin decir nada, miraba con tristeza la realidad.
<< Vestir bien, de cierta forma, es una manera de decirle a los demás que vivimos en medio de un mundo civilizado que se encamina día a día hacia la perfección social, todo mediante el progreso colectivo de una nación que es fuerte.
Vestir bien representa a aquellos que, con elegancia, buenas palabras y labores de alto nivel, construyen una sociedad moderna que no carece de debilidades.
Vestir bien enfatiza y remarca de manera exclusiva lo mejor de una sociedad desquebrajada. Vestir bien llama la atención de cualquier reflector o curioso que busca una buena noticia que publicar y presumir de una excelencia inexistente. Vestir bien encubre la inmundicia y los desechos de una sociedad hipócrita. >> Pensé indignado.
Varias calles después, luego de cruzar la zona de edificios de renombre donde se encuentran consultorios médicos, bufets de abogados, grandes centros comerciales, clubes de tenis, hoteles de lujo, y de más, tomamos la avenida de Lexington.
Allí era un poco diferente el panorama. Pude observar personas estresadas que conducían autos regulares rumbo a trabajos regulares donde les pagan un salario regular. Independientemente de sus regulares deudas y vidas promedio, apostaba que no vivían bajo un puente; obligados a administrar sus únicas dos pobres raciones de comida diarias.
¿Pero que con todos esos indigentes que, aprovechando los semáforos en rojo, se acercaban a las ventanas para pedir un dólar y poder saciar a medias su estómago o sus adicciones? ¿Qué de aquellos que no habían estrenado ropa nueva en años? A nadie parecía importarle de quien se trata y porque están en la calle.
Pensaba, al ver a cada uno de estos desdichados, que yo solía tener esa mentalidad. Creía que todos, absolutamente todos ellos eran culpables por su condición y su desgracia. Estaba convencido que sus antecedentes los tenían así: Jodidos y muertos de hambre.
Muy dentro de mí, pensaba que era justo y todos se lo merecían.
<<Nadie es tan idiota como para morirse de hambre. Más bien, es falta de determinación lo que los tiene en la ruina. >> Pensaba de manera equívoca al sentir compasión por aquellos vagabundos.
Los humanos solemos ser así, pues es más fácil lanzar un prejuicio al aire, tomar un dólar y sentirnos buenas personas al ayudar, y luego ignorar el problema y seguir adelante. Es más fácil taparse la nariz, evadir el estiércol sobre una banqueta, y esperar a que otros solucionen o erradiquen el problema. Problema es como lo llaman, porque así es más fácil justificar la falla del sistema y de la sociedad.
Si la otra cara de la moneda estuviera expuesta ante todo ojo, nos diría que las desgracias son culpa nuestra. Nuestras y de nadie más.
— ¿Todo está bien? —Sara preguntó luego de verme atento únicamente en el exterior del taxi.
— Todo bien, solo me es extraño estar del otro lado del cristal. Se siente bien.
Sara comprendió a que me refería, y con una sonrisa compasiva manifestó que no quería o no sabía que decir luego de mi triste confesión. Agachó la mirada y volvió a mirar hacia el frente.
<< La desgracia es el mejor maestro. El único que muestra ambas caras de la moneda. >> Pensé al mirar al último toxicómano semidesnudo mientras corría en la acera de la avenida hacia ningún lado.
***
El taxi nos bajó a dos cuadras de nuestro destino, y luego de pasar por algunos departamentos y una tienda de pastelillos, doblamos en un callejón. Al llegar al fondo, Sara sacó unas llaves y abrió una pequeña puerta medianamente oxidada y despintada de no más de metro y medio de altura.
— Llegamos. —Sara sonrió y me invitó a pasar— Iré tras de ti.
Comencé a caminar en una especie de túnel del mismo tamaño y anchura de la puerta. Sara, luego de cerrar con llave, me seguía paso a paso.
Al principio del recorrido, todo estaba oscuro, pero al final, a una distancia de aproximadamente quince metros, miré una luz.
Cuando estábamos por salir del túnel, empecé a escuchar ruidos: Golpes, quejidos, gritos y trotes.
Salimos del túnel y miré el susodicho gimnasio por dentro.
No debía haber más de quince personas, pero estaban distribuidos en diferentes áreas. Un grupo de cinco personas entre adultos y un anciano, trotaban suavemente alrededor de todo el recinto. Un joven furioso, golpeaba un costal de box en otra parte. Una chica y un chico levantaban pesas en un área de aparatos de ejercicio. En unas colchonetas de combate, un tipo musculoso tenía a una mujer bien aprisionada en un feroz candado de combate. La mujer, que debía tener algunos treinta años de edad y que estaba pasada de peso, gritaba desesperadamente en busca de zafarse de los fornidos brazos de su opresor.
Editado: 24.06.2019