Fue hace años, no recuerdo exactamente cuántos años, pero en esa época había descubierto el sabor de la libertad. El gusto por cerrar los ojos en una ciudad y abrirlos en otra. No había mejor sensación que sentir que viajabas siguiendo las estrellas con nada más que lo necesario en la bolsa. Una libreta, un poco de ropa, aire en los pulmones y tus sueños en la el corazón. No era ningún tipo de millonario o familiar de alguno, pero amaba con toda el alma viajar y por ello valía la pena cada centavo que lograba guardar durante todo el año para finalmente viajar cuando lograba juntar el monto necesario. Entonces, cogía mi mapa, elegía un lugar y abría una vez más mis alas.
Pero el destino es incierto y nunca sabes cuándo es que te va a sorprender. Ese año mis alas me llevaron a la hermosa ciudad de las iglesias en ruinas, de las calles empedradas y los barrios con arboledas. Esa ciudad donde el verdadero placer está en recorrerla a pie y no a carro, donde encuentras en cada esquina algo curioso para ver, comer o incluso escuchar. Una ciudad llena de costumbres, culturas, ritmos y tradiciones que convergen de tal manera que forman una quimera hermosa. A, pero el nombre no le hace justicia. Mala. Yo no le veía, ni le veo, aún lo malo al lugar, es más me gustaba y mucho. Siempre ame la naturaleza y verme rodeada de ella a cada paso que daba era como estar en algún cuento, las construcciones con sus detalles, los adornos, los pequeños detalles arquitectónicos ocultos en cada rincón que convertían a esa ciudad en un místico mapa de historia y magia.
Desde el momento que llegue al hotel supe que amaría ese viaje, me había fascinado el recorrido d las calles, y la construcción antigua del hotel era una maravilla que te remontaba a las épocas victorianas. Se sentía el ambiente de fe en todo el lugar, las velas y los adornos que colgaban sobre las calles ya me daban a entenderlo. Bastaron unas preguntas a la gente del hotel para saber que había llegado en una buena época. Era tiempo de celebración y peregrinación en la que la fe de un pueblo se desborda en las calles.
No entendí del todo sus palabras hasta que mi primera tarde me lancé a las calles para ser testigo de todo ese calor humano. Los adornos y procesiones, me unía al calor de la gente, las alfombras, aromas y sabores que me rodeaban me mantenían con la energía de no querer irme. Era imposible aburrirse o no sentirse en familia, a pesar de notarse que no era de ahí, me trataban como uno más de su gente, los recuerdos que exhibían en cada puesto y la entrega que daban a cada altar se podía ver el gran amor que le ponían. Y fue ahí. Justo entre el aroma de las flores ya las frutas, entre ese leve murmullo que se extiende en los minutos de silencio, justo ahí entre toda la multitud, entre los brillos de unas velas, entre los cantos y gentíos que la vi. Primero fue fugaz, un espejismo, solo un espectro, una sombra que se cuela por el rabillo del ojo. Pasmado por un momento quede parado en medio de la calle mirando al otro extremo donde una pared vacía me devolvía la mirada.
Esa noche no dormí. Las tardes siguientes solo volvía y me paseaba por toda la ciudad buscando a mi visión, buscando ese rizo que había quedado grabado en mi memoria, aquella tierna curva casi infantil que perturbaba mis sueños. Casi tres días de recorrido por iglesias y procesiones donde no la vi. Mis esperanzas se agotaban y ni hablar de mis energías, aquel día solo tuve las ganas de visitar una velación que quedaba cerca a dónde me hospedaba. Nuevamente dejé que mis ojos buscaran aquella visión, me sentía como un cazador, no pestañeaba con tal de no perder ni un detalle de lo que veía. Y nuevamente la vi. Una vela dorada, tan, tan dorada como el sol, que iluminaba unos bonitos rizos que se movían por el viento. Unos labios cerrados suavemente que estaban delineados sin la necesidad de algún artificio. Y unos ojos, esos ojos que parecían haber absorbido el fuego de la vela y mirarme para quemar mis entrañas.
Ese día, conocí a la chica de las velaciones. Todo el tiempo que estuve en el lugar solo iba para verla, a veces estaba sola, en otras iba acompañada, con familia suponía yo, triste destino del extraño enamorado que conoce a la dueña de su corazón y su estadía está pronta a terminarse. Mi más grande júbilo era verla y poder al menos cruzar una mirada, a veces me sonreía y luego se sonrojaba. Porque me hacía eso, ¿Es que sabía de mis sentimientos? Posiblemente. A mujeres como ellas, que llevan el fuego en la mirada, los detalles como estos no se les escapan. Pero no acaba mí desdicha en este relato, pues muchos dirán que pude haberla conquistado, en un mundo como el de ahora que está tan conectado. La distancia no es obstáculo para un amor tan desenfrenado. Pero hay algo lector, de mi aventura que no eh revelado, que aquella bella dama que mi corazón había robado, no sabría decir si se fijaría en una admiradora tan fugaz.
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Editado: 11.04.2022