La historia de América toda es una crónica de lo real - maravilloso.
Alejo Carpentier
A: Lo real y maravilloso de nuestras tierras de América.
Ángel.
La bulla del pueblo, amontonado en la costa para recibir al gobernador los hace más animado, resaltado aún más por los típicos sombreros que usan, engalanados con cintas de colores mecidas por el viento; el que trae consigo la hediondez de toda la podredumbre desechada al mar, mezclándose con el sudor amoniacado de los mestizos, en espera que pase la barcaza; la que pasa rápidamente, perdiéndose en la marisma que rodea la isla.
Toda la algarabía por el recibimiento terminó; se retiran los moradores sin ver al gobernador, dejando atrás ricos platos hechos a base de plátano pintón y fruta pan, el asado de conejo, el dulce corojo y el vino de arroz. La comida y el vino saturaron a muchos hasta la madrugada para regresar cansados a casa.
Ángel, nativo de pelo negro y rizado, ojos café y redondeados que juegan con su cara ovalada y los anteojos sin lente que lleva puesto, quitándole veracidad en lo que dice, y un vaho nauseabundo por falta de baño, cosa que no hace desde que abandonó la casa de su tutor después de la muerte de su madre; merodea en la madrugada junto a una jauría para compartir las sobras del recibimiento.
Se ha instalado en un matorral cerca del vertedero del rompiente, ha encontrado comida, techo y lo balbucea al viento. Ahora tiene su propia casa; la construyó con trastos y hojas de revistas impúdicas, transportadas por el viento. Su única compañía en las noches es un frasco color ámbar con jarabe, robado del cuarto de su tutor antes de salir huyendo, el que guarda con recelos ya que en su deambular en las madrugadas por la casa oía a su madre pedirlo desmedidamente al esposo, quien en las noches se deleitaba su buen vientre.
Tirado en el lecho de hierbas secas observa el frasco abierto, el que sostiene en la mano derecha, le introduce su lengua y resuelve tragarse todo el líquido, queda extinto; dentro de unas horas la fétida emanación del basurero emitirá el recado de su muerte.
Ángel merodea en el pueblo. Mantiene todavía la idea de estar vivo; va a casa de su tutor, le parece una falta haber robado el frasco que tantas veces deleitó a su madre; quiere explicar lo que le ha pasado, -se trata de un engaño del destino-, lo peor para un hombre como él; criado por su madre con buenas maneras. Ha visto que su padrastro y unas beatas del pueblo recogen flores en el jardín que bordea la vieja casa donde dio sus primeros pasos de la mano de su madre; se las pidió el párroco hace una hora para el velorio de su hijo. -¿qué hijo?, se pregunta. - ¡no pueden creer que estoy muerto!
El padrastro prepara el velorio con el dolor de buen padre; son demasiadas las coincidencias para entender de una vez y por todas que está muerto, aunque sabe que está condenado a no recibir ninguna explicación, y por eso todo lo que hace es adentrarse en su mundo para entender que el hombre que lo odia tanto, cumple la palabra dada a su progenitora, de cuidarlo hasta las últimas consecuencias. Nunca más se acordó de hijastro, después que escapó de la casa pero, está siendo atento a la hora del funeral, y por eso ha trasmitido a los lugareños su dolor en torno a la muerte de su hijastro perturbado.
Justo a la ahora que estaba a punto de enterrar al finado hijastro y supuestamente desconsolado por la tragedia familiar; Ángel se eleva sobre el lecho mortuorio y los veladores entretenidos mientras saboreaban una taza de café recién colado en brasas, huyen despavoridos al ver en el aire el cadáver. Lleno dudas, como si fuera fácil entender lo que está pasando; Ángel siente frío en su piel, la palidez propia del muerto pero, -tan solo es un momento de malos sueños que ha tenido; se relaja para alejar la desdicha que le acosa y sale del velorio en busca de su casa, dejando atrás el cuerpo inerte que se había acomodado nuevamente en el camastro mortuorio; porque en su cuchitril todo es cálido, el sol, las estrellas y hasta los insectos. Era feliz; tenía un montón de cosas solo le faltaba una hembra: la más pobre de todo aquel pueblo olvidado por su desgracia. Una compasiva mujer. Él también es un buen hombre, aferrado a sus creencias y a sus miedos.
Ángel ha conseguido volver al pueblo; y se ha escondido entre las ruinas de antiguas casas derribadas por los vientos tropicales en tiempo de tempestades. Se siente melancólico como la primera vez que huyó de casa; mantiene aún la idea de ver a su tutor, le quiere explicar que todo lo que le ha pasado desde entonces, se trata de su desdicha con el destino. Finalmente lo confronta acercándosele por el umbral de la cocina del la vieja casa, lo ha visto pegado del pico de una garrafa de aguardiente de caña, mascullando entre dientes que él es un cojonudo porque el pueblo le creyó que tiene su alma impecable. – ¿soy o no soy un cojonudo?, se decía a sí mismo. Ángel se abalanza encima de él; su tutor asustado, se persigna y lo maldice –fuera Satanás, te condeno a las tinieblas; -fuera hijo de mala madre, nunca te quise, solo te dí sepultura en memoria de tu madre, que era una santa hasta en nuestras horas de lujurias.
El padrastro camina tambaleándose por entre los muebles de la cocina y va a dar a la sala, donde se ocultan la mujer e hijas, allí las ve espantadas, y le dice con los ojos desorbitados, - ahí está el hijo de puta ese, perturbándome, vino a buscarme pero, yo soy un santo. Ángel lo sigue, quiere hablarle y este no lo deja, y sigue lanzándole improperios con la lengua entumecida por el alcohol, mientras choca con los muebles en la huida, encontrando la puerta que da al portal de la casa; ve la salvación para quitarse de arriba al difunto que lo acosa.
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Editado: 14.10.2020