Ángel.
No puedo dejar de mirarla pese a que duele.
Gwendolyne Rowell está frente a mí hecha un mar de lágrimas, con los ojos hinchados e inyectados en sangre, los labios partidos, las venas marcadas ligeramente sobre la piel de su frente y párpados, el corazón roto y todo el cuerpo temblando como un pollito con frío. No es la primera vez que la veo de esta manera, pero no por ello me quiebra menos. Es más, creo que lo hace el doble.
Mis manos aún se encuentran en su cuerpo, una sobre su cuello y la otra sosteniendo su mano que no hace el más mínimo intento por zafarse pero tampoco por retenerme. Es como si de la nada se hubiese suspendido, entrado en modo automático destinado a liberar la carga que lleva dentro.
Trato de apartar la mirada para controlar ese escozor en el pecho, pero me parece la tarea más malditamente osada que jamás haya intentado. Ella es todo un espectáculo, una pintura que llega a cautivarte al mismo tiempo que asustarte, un ejemplo perfecto de cómo debió de ser la traición de Judas con un beso.
Mirarla duele, duele con cojones y aun así, pese a que se esté quemando mi alma, no puedo parar la hacerlo.
Me quedo callado, permitiendo que moje mi camiseta con sus lágrimas y que con su otra mano se aferre al bordillo como si su vida dependerá de ello. No sé qué hacer, no sé qué decirle para hacerla sentir mejor y me siento pésimo por ello. ¿Por qué nunca me llegan buenas palabras en situaciones como estas? ¿Por qué no puedo decir diálogos tan perfectos como en todos esos libros que me leo de cuando en cuando? Ella necesita a un chico de ese tipo en este preciso instante, tal vez un Angel Clare que le advierta de los romances fallidos y no un patético Ángel Vancouver que no tiene ni la más remota idea de qué está pasando.
Gwren se aleja de mí, entonces, poniendo la distancia necesaria para hacerme notar que le ha incomodado nuestra cercanía. No la culpo, yo me siento de la misma manera y a la vez no. Las cosas que me hace sentir al estar a pocos centímetros de mí son peligrosas, son cosas que no debería sentir si sé bien lo que nos conviene a ambos y, pese a que suene estúpido, estoy casi seguro de que ella siente lo mismo.
Se abraza a sí misma y con desgana me mira. No hay ni un ápice de la mujer fuerte y rebelde conocí, ni rastro de aquella insensatez que parece acompañarla siempre ni esa mirada retadora que podría clasificarse como su marca personal. Frente a mí se encuentra una extraña que intenta mantener sus pedazos.
— Lo siento — susurra después de lo que parece una eternidad. Deja caer la espalda sobre la puerta y yo imito su gesto.
— ¿Por qué?
— Por arruinar tu camisa, por mostrarme así contigo — relame sus labios, nerviosa —, por meterte en esa situación incómoda cuando seguramente tienes muchas mejores cosas que hacer que estar encerrado conmigo en mi auto.
Siendo sinceros, vaya que dejé mi muy atrayente lectura por bajar a atender los insistentes pitidos que me sacaron de mi mundo de letras, pero ciertamente no tengo en lo más mínimo el interés en volver a éste.
Me gusta leer, es de mis cosas favoritas en el mundo, pero también me gusta ver a la chica, que intenta no encontrarse con mis ojos, por muy rota que esté.
— No me has obligado a nada, yo quise encerrarme en el auto contigo.
— ¿Por qué?
— Porque nadie se merece estar solo cuando se tiene el corazón roto.
Medita unos instantes mi respuesta.
Sus ojos marrones y vidriosos me estudian antes de decir cualquier cosa.
— A veces me pienso que todo esto es una muy mala broma, siempre termino topándome contigo — se ríe, burlona —. Incluso cuando no lo quiero así.
— Quiero aclarar que yo no estoy conspirando en tu contra — levanto las manos, en señal de rendición —. Sea lo que sea que nos precisa a estar juntos, es cosa del destino. Tal vez deberíamos dejar de evitarlo y aceptar lo que venga.
Su cuerpo se estira perceptiblemente y yo me arrepiento de mis palabras. Ella no se siente igual de cómoda que yo en su cercanía y tampoco la culpo por ello, al fin y al cabo, por mi causa discutió con Elena y por si fuera poco, tuve el atrevimiento de intentar besarla solo porque sí.
Recordar lo sucedido en la sala de juntas me produce sensaciones contradictorias, por una parte me siento tan extasiado como un crío recibiendo el regalo prometido y por otra, tan mal conmigo mismo por hacerle a otro lo que me hicieron a mí: traicionarlo.
Y sí, Gwren no hizo nada por evitarlo, pero eso no quita ni un poquito mi responsabilidad en todo aquello.
— ¿Y si lo que viene es algo malo? — pregunta —. Honestamente solo he tenido desastre tras desastre desde que te conocí.
Río amargamente.
También le concedo ese punto.
— Jamás ha sido mi intención lastimarte.
— Lo sé — se vuelve hacía el parabrisas —. Pero no por ello duele menos.
Aparto la mirada de ella y me enfoco en cualquier otra cosa que no sea su rostro lacrimoso que parece haber sido tallado por los mismísimos ángeles. A veces me pregunto si ella es consciente de lo bonita que es, de lo espectacular que es su mirada recargada por sus cejas espesas y el brillo tan característico en sus pupilas.
Gwren ha insinuado que le hago daño sin siquiera intentarlo y eso… eso sí que es algo jodido. ¿Cómo se supone que debes de sentirte al caer en cuenta que lastimas a alguien con tu simple cercanía? Lo último que quiero es hacerle pasar un mal rato a esa chiquilla, pero tampoco quiero alejarme aunque eso signifique parar mi aparente peste negra.
— Aun así — continúa tras una pausa infinita —, debo de admitir que me gusta tu compañía.
Sonrío en un acto reflejo.