Ángel [vancouver #1]

Capítulo 31. Sin perdón ni permiso

Ángel.

Algo se ha tornado distinto en el ambiente, en mi hermana y en el rubio. Ya no hay una tragicomedia danzante en el aire sino una batalla campal que exige un solo ganador. Elena está frente a Vince, con los brazos cruzados a la altura del pecho y mirándolo con tanto recelo en la mirada que no puedo evitar temblar.

De entre todas las personas que conozco, ella es la que posee la mirada más penetrante que haya visto en mi vida. Es fría, calculadora, enfermiza y turbadora.

Elena da dos pasos en dirección de su enemigo y éste le corresponde con un ceño fruncido, está igual o más confundido que yo, y… ¿cómo no estarlo? Mi hermana es una mujer impredecible por sus cambios constantes de humor, una versión remasterizada de una adolescente con una dosis extra de locura en el sistema.

— ¿Nos… conocemos? — Vince rompe el sepulcral silencio con voz insegura, Elena vuelve a lanzarse esa mirada mordaz, que bien podría ser su especialidad, y lo señala con un dedo.

— Claro que sí — responde ella con un deje malicioso, cual villana escapada de la empresa del ratón —. ¿No reconoces a la chica que dejaste tirada en el pavimento?

Él se pone colorado hasta las orejas y en mi conmoción, me pongo de pie igual que un resorte. Yo soy ajeno a la disputa mental de los rubios, pero no puedo evitar sentirme en la misma frecuencia… como si ellos fuesen mi reality show favorito.

Mis ojos van de él a mi hermana y viceversa, intentando predecir cuál será siguiente línea; luego de un rato, Elena se gira hacía mí — recordando mi existencia — y con aquellos ojos verdes vivarachos, que se parecen demasiado a los de mi madre, me exige la respuesta que una pregunta que desconozco. Mi respiración se corrompe y una opresión se instala en mi pecho, como un virus, casi quiero llorar. Esa era la misma expresión que tenía mi padre cuando algo le molestaba. Es curioso cuán fácil Elena puede recordarme a mis padres con solo ver su rostro, sus muecas, sus movimientos, sus manías, en fin… ella me los recuerda todo el tiempo.

— ¡Fue él! — despotrica la bermeja con rabia, tras hacer hincapié en mi tumulto —. ¡Él es el idiota que me convirtió en este desastre! ¡El idiota que se marchó sin siquiera ayudarme! ¡No tiene perdón!

La enjundia en su voz me toma desprevenido.

Solo Elena es capaz de volver una tapita de agua en una marea que la arrastra, ahoga y finalmente, arrebata su vida.

— Elena… por favor — al menos no me he inmutado por el ataque de mis memorias pasadas, con mi aparente transparencia y el sensor de problemas de Elena, hubiera sido una catástrofe —. Déjame solo con Vince.

— ¿Qué? — pregunta, anonadada —. Pero él…

— No seas melodramática. Solo serán unos minutos.

— ¡Bien!

Elena toma su cartera de mi escritorio, como acto reflejo me alejo unos cuántos centímetros de ella, y camina cual modelo en pasarela hacía la salida, no sin antes repasar a mi socio con el mismísimo anhelo de venganza implantado en sus ojos. Como si fuera un puño imaginario, atiborrado de anillos, justo en el rostro. Sin piedad.

Suelto un suspiro, conociendo a Elena y lo rencorosa que es, pasará mucho tiempo antes de que olvide su querella que me recuerda más a una pelea de perros y gatos. ¿Por qué? Porque carece de sentido y es lo que le sigue de ridícula.

Al pasar junto a Vince, así de descarada como suele ser ella, deposita un golpe en su hombro y lo hace tambalear un poco. No pide disculpas, no le obsequia alguna expresión de arrepentimiento o un simple asentimiento; tampoco espera que él lo haga pues ella cierra la puerta antes de que cualquiera de los dos pueda decir algo.

Vince conserva su atención en la dirección por la que se ha marchado mi hermana lo que parece una eternidad, cuando vuelve hacía mí su semblante es indescifrable. Él es bueno guardando secretos y ocultando sus pensamientos a menos que quiera que tú los sepas.

— Debo admitir que he visto tanta niñas mimadas como para sorprenderme — lleva el dedo anular y el pulgar hacia sus sienes y comienza a dibujar círculos en ellas, controlando una terrible jaqueca.

Arqueo una ceja, confundido, y pregunto: — ¿De qué hablas?

El suplicio invade sus platinas, como si estuviera pidiendo disculpas por lo que va a decir a continuación. Relamo mis labios, esperando lo peor, y me acomodo en mi asiento con la banda sonora de “Tiburón” retumbando en mi mente.

— Me pareció insoportable.

— Es mi hermana.

— Lo sé — concede, tomando asiento en una de las sillas que descansan frente a mi escritorio. Imito su acción de forma mecánica, sin apartar mi escrutinio de él y así no perderme ningún detalle. Es inusual que a alguien no le guste Elena, ella es encantadora a su manera y suele derretir corazones pese a lo irritable que algunas veces puede llegar a ser —. Sé que es tu hermana, y sabes que tú eres como mi hermano pero... ella, no. No fue adquirida en mi lista de personas favoritas..

— Sabes que aunque odies a mi hermana (no trates de justificarse, yo sé lo que oí), tienes que pedirle una disculpa. ¿Cierto?

— Infiernos, si — no estoy muy seguro de cómo interpretar aquello, está en el borde de la sinceridad y el sarcasmo —. Supongo que es lo correcto… ¿qué pasa si no?

¿Qué pasa si Vince no se disculpa con Elena? Pasaría que Elena se convertiría en mi tormento hasta rogar amnistía. Me daría unos días llenos de miseria. No exagero, conozco a la rubia desde que nació, nunca se le ha caracterizado por su buen corazón que perdona todo. Ella no es así, ella es de las que planea con cautela y hace su aparición cuando menos te lo esperas.

Es de esas personas que quieres como amiga pero no como enemiga.

Yergo la espalda lo más que permite mi columna vertebral y coloco ambas manos sobre mi escritorio, donde aún yace la taza de café a medio beber que me trajo Gwren esta mañana. Recaer en su existencia no es algo que debería estar haciendo, mucho menos cuando un rubio entrometido no deja de juguetear con un lápiz sin goma mientras me estudia de la misma manera en que lo haría Sherlock Holmes.



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En el texto hay: amigos, drama, amor

Editado: 11.10.2020

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