La mañana siguiente un enfermero me avisó que el timbre del portón se había roto. La cámara seguía funcionando al igual que el botón para abrir y cerrar la puerta principal, pero al llamar el encargado me dijo que vendría en unas horas, más precisamente por la tarde.
Eso me irritaba, tenía que estar mirando la pantalla de la cámara por cada enfermero, familiar o paciente que quisiera entrar y además vigilar el teléfono y los mail al mismo tiempo. Alguién me hablaba, me giraba y al volver esperaban afuera, en el frío de la calle. Era demasiado y mi compañera de recepción se había reportado enferma temprano.
No podía distraerme, y no lo hice hasta el mediodía, cuando la figura de una chica rubia con un brillo especial apareció en la cámara. Ivana.
Presioné el botón para abrir la puerta y esperé con el corazón acelerado, mirándome en el celular hasta que oí los golpes en la puerta y el picaporte giró.
—Hola —saludó sonriendo de oreja a oreja y brillando a pesar de esa mañana tan fría.
Sonreí cuando se plantó frente a mí.
—Hola, ¿qué haces aquí?
—Te traigo el papel —dijo y rebuscó en la mochila de cuero que tenía sujeta el hombro hasta que sacó un par de papeles conocidos que dejó frente a mí—, ¿ves?
Parpadeé leyendo todos los espacios llenos con su información y lo guardé para entregarle a la directora de la residencia.
—Lo había olvidado —dije medio riendo—, gracias por las molestias pero no era necesario que lo traigas hoy.
—Quise dártelo ayer pero al volver… no estabas.
Ignoré que su sonrisa hacía que mi pecho se caliente. No era personal, ella no estaba diciendo eso por mí.
—No, tuve que salir de urgencia a hacer algo y volví tarde. Pero podrías haberlo dejado en recepción.
—Si, solo que lo olvidé. —Encogió los hombros—. Oye, ¿qué piensas de salir un día de estos?
Los nervios me apretaron el estómago.
—¿Salir?
Asintió.
—Si, salir a bailar o a beber algo.
Sonreí de emoción, comenzaba a pensar que ella me hablaba a mí.
—Si, claro, si —dije rápida y erráticamente—. ¿Cuándo?
Sus ojos brillaron todavía más y el rubor tiñó sus mejillas.
—Cuando tú quieras, no sé —dijo dejando caer los hombros como si hubiera estado tensa cuando yo estaba retorciendome de dolor por los nervios—. ¿Cuándo estás libre?
—¿Mañana? —pregunté con ansiedad y ella chasqueó la lengua sin dejar de sonreír.
—Yo pensaba en hoy, pero bien, mañana está bien —dijo y metió la mano en su mochila para sacar el celular—. ¿Me das tu numero?
Asentí abriendo y cerrando la boca. Iba a decirle mi número anterior pero me detuve al recordar que tuve que cambiarlo. Intentaba recordar el nuevo solo que todavía no estaba muy segura así que saqué mi celular también y desbloqueé la pantalla justo cuando alguien de que pueda ver a la cámara el picaporte giró. Una ráfaga fría llegó hasta mis tobillos descubiertos y me estremecí mirando hacia la pantalla de la computadora para saber sobre nuestro nuevo visitante. Pero ya había entrado.
Ángela entró con pasos lentos y con Pablo arrastrando los pies mientras se sostenía de su brazo.
El asombro me paralizó.
—¿Abuelo, dónde estabas? —preguntó Ivana corriendo hacia la puerta para sostenerla mientras Ángela entraba con una sonrisa amable y le ayudaba a quitarse la campera. El anciano se portó amable y cooperativo mientras ella le decía que mueva el brazo de una manera u otra con una sonrisa tranquila.
Ivana repitió la pregunta un poco más alto que antes y él apenas la miró al responder:
—Salí a tomar aire. —Se volteó hacia el salón y se fue arrastrando los pies.
El silencio cayó sobre las tres durante los segundos que tardó en desaparecer.
No sabía cómo se había ido sin que lo sepa pero lo mejor sería que no vuelva a pasar. Me preocupaba.
Miré a Ivana cabizbaja por la respuesta de su abuelo y luego a la chica que abría la puerta del armario y colgaba la campera del anciano en una percha con tanta naturalidad que parecía vivir ahí.
—¿Ángela, qué haces aquí? —pregunté confundida.
—¿La conoces? —preguntó Ivana alzando la cabeza, pero Ángela la ignoró cerrando la puerta y acercándose con las manos en los bolsillos.
—No me avisaste si la señora Buenas está bien —dijo—, Anabella me pidió que pasara a verla porque estaba preocupada.
—Oh cierto, lo olvidé —mentí, porque el día anterior, al llegar, no tuve ganas de enviarle mensaje y despertar eso que dejé atrás hace muchos años. Ivana me miró pálida y comencé a explicarle lo que sucedió antes de volverme hacia Ángela que esperaba paciente—. Ella está bien, está descansando. El médico dijo que las pastillas no fueron las causantes…
—Lo sé —me interrumpió con ese irritante tono calmo—, fue una emoción fuerte. Eva lo dijo.
—¿Eva? —preguntó Ivana mirándonos—. ¿Quién es Eva?
—Una amiga —respondió Ángela sin darle muchas vueltas. Si, claro, una amiga médica que le hizo el favor y además se reían juntas.
Respiré profundo para reprimir el malestar por lo que estaba pensando.
—¿Y tú cómo estás? —pregunté sin querer y ella me miró sin expresión. Oh claro, no nos hablábamos. Mierda, el dolor de estómago se volvió peor. Miré a Ivana parada junto a ella, incómoda, y de repente recordé lo que estábamos por hacer antes de que llegara y comencé a pensar en una excusa para justificarme. Pero me detuve y fui por lo básico, la presentación. Me aclaré la garganta—: Ivana, ella es Angela. Angela…
—Ivana —dijo Angela mirándola de arriba a abajo con desinterés—. Hola.
—Un gusto —dijo Ivana con una sonrisa brillante y entusiasta—. Eres nieta de la señora Buenas, ¿no?
—No.
—Oh. —La confusión llenó la mirada de la pobre chica que esperaba algo más, pero no insistió y Ángela me miró con amargura.
— Bien, me voy, dile a la señora Buenas que Anabella vendrá el fin de semana.