Annie de las Estrellas

31. VERANO DE HACE DIEZ AÑOS (VII)

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VERANO DE HACE DIEZ AÑOS (VII)

Faltaba ya muy poco para el recital de Lake, en el que ella y su grupo presentarían al fin su interpretación del Descenso de Ophelia de las Estrellas. La Srta. Cortés las empujaba más o más a la perfección, y las niñas se esforzaban por complacerla. Y aunque gran parte de la concentración de Lake estaba enfocada en su recital, una parte importante de ésta seguía rondando en torno al pequeño secretito que compartían Maya y ella, y que ocultaban en el sótano de la primera.

Aunque luego de un par de semanas de estar escondiendo a Annie, no pareciera que hubiera nada más que dos niñas como ellas pudieran hacer. Ambas sabían que no podrían tener a un extraterrestre en su sótano de por vida; de entrada en menos de mes y medio el verano terminaría, y tendrían que volver a clases. Y cuando eso pasara, ¿quién cuidaría de él y estaría al pendiente de que nadie lo encontrara?

Lake sentía que a la larga sería inevitable tener que decírselo a los adultos, al menos a sus padres, y que estos se encargaran del asunto. Quizás ellos pudieran llamar a alguien que estuviera más capacitado para ayudar a Annie a reunirse con su familia. Pero Maya estaba totalmente en contra de la idea. Ella estaba más que convencida de que los adultos no las ayudarían, sino que le harían daño a Annie, lo meterían a un laboratorio, y nunca lo volverían a ver con vida. Lake mentiría si dijera que esa posibilidad no le asustaba también un poco. Pero si no hablaban con un adulto, ¿qué podían entonces ellas hacer?

Cuando ya parecía que la respuesta a esa pregunta era un rotundo “nada”, una tarde, en su clase de danza durante el descanso, Clarisa Mathews se acercó a ella y le comentó algo que consideró que a Lake pudiera interesarle. Y tuvo razón: le interesó bastante.

En cuanto la clase terminó, Lake corrió de inmediato a su bicicleta y pedaleó con todas sus fuerzas hacia su calle. Pero como en otras ocasiones, no fue directo a su casa, sino a la de al lado.

Una vez delante de la residencia de los Stuart, dejó la bicicleta al pie de las escaleras del pórtico, y subió presura éstas hacia la puerta. Tocó el timbre una sola vez, y sólo hasta entonces se permitió detenerse e intentar recuperar el aliento tras la tremenda carrera que acababa de lanzarse. Tuvo de hecho bastante tiempo para reponerse, pues tardaron en abrir la puerta, tanto que consideró por un momento volver a tocar. Por suerte la Sra. Stuart abrió justo antes de que lo hiciera.

—Hey, hola, Lake —le saludó la madre de Maya con bastante entusiasmo en su voz.

Lake la miró unos segundos en silencio, mientras seguía respirando un poco agitada. La mujer sostenía en ese momento un paño contra la comisura izquierda de su boca. Éste parecía estar húmedo, y envolvía algo en él. Lo primero que a Lake se le vino a la mente fue cuando hace un año se golpeó la frente contra la esquina de la encimera de la cocina, y su madre le puso hielo envuelto en un paño contra su chichón.

Aquello parecía bastante parecido.

—Buenas noches, Sra. Stuart —le saludó la niña, un tanto vacilante—. ¿Está bien?

—Sí, sí —respondió la mujer de inmediato sin dejar de sostener el paño con hielos contra su labio. Sonaba bastante tranquila; incluso rio un poco—. Sólo me golpeé por accidente con una puerta de la cocina. Qué tonta, ¿verdad?

Lake no tuvo claro si deseaba que le respondiera o no, por lo que prefirió guardar silencio. Intentó imaginarse como podía uno golpearse tan fuerte con la puerta de una cocina, pero su imaginación no dio para tanto. Ella se había golpeado con la encimera, después de todo; ¿quién era para juzgar?

El silencio entre ambas se volvió incómodo bastante rápido, por lo que la Sra. Stuart se apresuró a disolverlo.

—¿Vienes a ver a Maya?

—Sí, señora —respondió Lake, asintiendo.

—Pasa, anda —indicó la Sra. Stuart, haciéndose a un lado para dejarle el camino libre.

—Gracias, con su permiso.

Lake entró presurosa a la casa; ya para ese momento había recuperado el aliento casi por completo. Una vez dentro, se dirigió derecho a la puerta que llevaba al sótano.

—Ah, pero Maya no está en el sótano —le indicó la Sra. Stuart en alto, antes de que Lake avanzara demasiado. La niña se detuvo en seco al oírla.

—¿Ah, no? —exclamó Lake, un tanto sorprendida.

—Está arriba, en su cuarto —indicó la Sra. Stuart, señalando con un dedo hacia las escaleras—. Permíteme un segundo.

La mujer caminó entonces hasta pararse a un lado del primer escalón, con su rostro alzado en dirección a la parte superior de la casa.

—Maya —pronunció en alto, y luego aguardó por una respuesta, que nunca llegó—. ¡Maya! —pronunció con bastante más fuerza.

—¡¿Qué?! —se escuchó desde el piso superior que espetaba la reconocible voz de la joven hija de los Stuart. Aunque a Lake le sonó un poco extraña, pero no supo decir en ese momento por qué.

—Lake está aquí —añadió su madre.

Hubo un momento de silencio, en el que tanto Lake como la Sra. Stuart creyeron que quizás no la había escuchado de nuevo. Pero antes de que esta última volviera a intentarlo alzando la voz, se volvió a escuchar a Maya desde arriba:




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