Nathaniel lo había pensado durante toda la noche. Durante varias noches en realidad. La profunda oscuridad marcada debajo de sus ojos era la prueba irrefutable de ello.
Esa mujer llamada Charlotte Leclair había suplicado, en nombre de Alice, que acudiera a la fiesta de compromiso con el príncipe de Amoris. Se había negado un millón de veces… ¿Qué demonios estaba pensando su exprometida para obligarlo a ver semejante acto? Pero Alice ─según las palabras de Leclair─ insistía incansablemente que ella necesitaba verlo. Incluso había recibido una auténtica invitación en sus manos, dirigida exclusivamente a él.
En ocasiones la señorita Leclair llegaba con dinero, alimentos y todo tipo de regalos para tratar de convencerlo de reunirse con la chica que lo engañó y darle una segunda oportunidad. Y la amiga en común de ambos, Sharon Smith, era aún más entrometida que la misma Charlotte. Mañana y tarde insistía en que algo no andaba bien con Alice, que seguramente aquel acto de traición no era lo que aparentaba, que más bien debería tenía un motivo oculto. Y a diferencia de él, Sharon no dudó ni un minuto en aceptar la invitación a la fiesta, dispuesta a desvelar todos los secretos que la, hasta ahora, prometida del príncipe parecía guardar.
Los días pasaron con lentitud, pero al final llegó el momento de dar su respuesta a Charlotte. El evento estaba a pocas horas de iniciar. Al final, tomó su decisión.
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Charlotte se detuvo frente a la puerta.
Aunque la luz solar aún no iluminaba todo el paisaje, le bastó una breve mirada para comprobar que la madera estaba carcomida. El estómago se le revolvió, pero nunca perdió su porte como la dama educada que era. Más que nunca, debía inspirar confianza, si es que quería que sus planes marcharan a la perfección.
Detrás de ella, los sirvientes cargaban con dos valijas con obsequios para los residentes de aquella casa.
Levantó su mano en un puño, pero antes de golpear la puerta, esta se abrió al instante, revelando el rostro demacrado de Nathaniel Lowell.
—Iré —dijo sin siquiera saludar. Charlotte trató de no demostrar su contento al saber que el primer paso había sido realizado con éxito.
—Agradezco que haya accedido a ver a mi amiga Alice. Le envía estos obsequios a usted y a su hermana—dijo mientras los sirvientes entraban en la casucha con las cajas y valijas—. Por favor, utilícelos el día de hoy. Partiremos en cuanto estén listos.
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El príncipe Castiel jamás se había sentido tan nervioso como aquella mañana. Caminaba por los pasillos, tan rápido como se lo permitían las decenas de mucamas y lacayos que se encontraban corriendo de un lado a otro, ultimando detalles para la gran fiesta que llevaban meses planeando.
Todos y cada uno de ellos dejaban su labor por instantes para proporcionarle la debida reverencia que se le atribuía a los miembros de la familia real, y Castiel respondía que no eran necesarias aquellas formalidades. Lo único que deseaba era que no obstaculizaran su camino para avanzar con mayor rapidez.
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─Señorita Alice, ¿podría contener la respiración una vez más, por favor?
─¿De nuevo?
Melody le respondió con gesto de disculpa al claramente preocupado rostro de Alice. Respiró con fuerza a la vez que sentía su cintura siendo aplastada por los varillas del corsé que la mucama intentaba ajustar. Alrededor de ella, las personas se movían de un lado a otro.
Como de costumbre, su rutina había iniciado muy de mañana cuando una decena de mucamas, lideradas por la duquesa de Candy, irrumpieron en su habitación con un gran cargamento de perfumes, maquillaje, joyas y, por supuesto, los vestidos que aquel día luciría. Inmediatamente se pusieron a la obra para dejar a la princesa de Amoris lo más magnífica posible.
─Hoy debes lucir fabulosa ─excusó Rosalya, mientras terminaba de colocarle algunas diminutas perlas en su cabello ya recogido.
─¿Y por eso debo dejar de respirar?
─Solo será un par de horas ─se rió─. Es tu primera aparición oficial en público por lo que debes dejar a todo el mundo boquiabierto. Después cambiaremos de vestido.
Alice solo resopló derrotada. Nunca se había imaginado que la tarea más difícil que tendría aquella mañana sería soportar una gran cantidad de tela ceñida a su cuerpo.
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Era irónico que, tan solo algunos meses atrás, cuando el príncipe recién había conocido a Alice Arlelt de inmediato hizo planes para mantenerla lo más lejos posible de él, llegando a pasar varios días sin siquiera saber de su existencia. Incluso la había enviado a Candy, en la frontera con Sucré. Ahora no la había visto en un día y ya le parecía una eternidad.
Detrás de él, Lysandre trataba de seguirle el paso, al mismo tiempo que le indicaba la lista de actividades que debía cumplir al pie de la letra esa mañana, pero Castiel, habiendo memorizado su itinerario, ya no escuchaba palabra alguna.
Necesitaba ver a Alice.
Y cuando llegó a su habitación, ni bien había abierto la puerta cuando su visión se llenó de la imagen más hermosa que había visto en su vida.
Perdió el aliento.
En medio de la habitación, y rodeada de las mucamas que estaban a su servicio, se encontraba Alice con un largo vestido con cientos y cientos de rosas rojas y perlas repartidas por toda la tela de la falda. Sus hombros estaban completamente descubiertos y su blanquecino cuello estaba adornado con el collar que bruscamente la había obligado a usar desde el primer día que Alice había llegado al palacio. En aquel entonces se lo había entregado como una mera formalidad, solo como un símbolo de su unión ficticia. Pero ahora adquiría un significado completamente diferente. Si bien Alice lo había usado cada día desde que se le fue entregado, nunca se había lucido tan perfecto como en esta ocasión.