Antes de Diciembre

Cap. 11: Química innegable

—¿Cómo es la madre de Ross? —le pregunté a Will en voz baja mientras nos 
alejábamos de su coche. 
Naya, Sue y Ross iban unos metros por delante, quejándose de no sé qué. 
Bueno, en realidad, solo se quejaban Naya y Ross. Sue se limitaba a suspirar, 
como si no quisiera formar parte de esa conversación. 
Y yo, claro, estaba estúpidamente nerviosa. 
—Es muy simpática. —Will, a mi lado, se encogió de hombros—. Nunca 
la he visto siendo antipática con nadie. 
Seguro que tú eres la primera. 
Gracias por los ánimos, conciencia. 
—Vale —murmuré con un hilo de voz. 
Sonrió, divertido. 
—Relájate —me dijo con una mano en mi hombro—. Le caerás bien. 
—¿Tú crees? —Ojalá no hubiera sonado tan esperanzada. 
—Pues claro que sí. Estoy seguro. 
De pronto, me di cuenta de la sonrisita divertida que tenía en los labios. Y 
de lo poco que estaba disimulando yo. Me aclaré la garganta, todavía más 
nerviosa que antes. 
—¿Y por qué querría yo caerle bien? —pregunté atropelladamente. 
Él no borró su sonrisita en absoluto. 
—Porque es la madre de tu amigo, ¿no? 
Intenté pasar por alto su forma de hacer énfasis en la palabra «amigo». 
—Oh, sí, claro —dije, y asentí rápidamente con la cabeza. Él entonces 
sonrió más ampliamente—. Mi amigo Ross, claro. 
—¿Venís o qué? —protestó Naya, desde la entrada de la galería.

Los dos nos apresuramos a llegar a su altura. Ella abrió la puerta y 
aproveché para ver qué se había puesto. Yo había estado más tiempo delante 
del armario del que admitiría jamás —y seguía sintiéndome demasiado 
desaliñada—, mientras que ella, para sorpresa de todos, se había arreglado en 
cinco minutos. E iba mucho mejor que yo, claro. 
Naya tenía un don con la ropa. Se pusiera lo que se pusiese, siempre 
parecía que iba formal. Yo era todo lo contrario. 
—¿Cuánto tiempo duran estas cosas? —preguntó Sue. 
—Normalmente, hasta que se termina la comida. —Ross sonrió y nos 
adelantó a todos, entrando en el edificio. 
Lo seguí, y lo primero que vi fue a dos hombres vestidos con traje 
saludando a la gente que entraba. Supuse que serían ayudantes o algo así, 
porque Ross no se detuvo mucho tiempo a prestarles atención. Se conformó 
con un asentimiento de cabeza. 
La sala principal era grande, blanca, y tenía cuatro columnas en las que 
había varios cuadros colgados. Las paredes también estaban repletas de ellos. 
De colores, en blanco y negro, con formas difusas, retratos…; de mil formas. 
Había otras dos salas. La gente se paseaba y miraba los cuadros con copas de 
vino en las manos. Había camareros con bandejas ofreciéndolas a todos los 
invitados. Enseguida localicé la mesa de comida y tuve la tentación de 
relamerme los labios. Lo habría hecho de no habérmelos pintado. 
—¿Tienes hambre? —me preguntó Ross, divertido, siguiendo mi mirada. 
—Me ha costado mucho pintarme los labios. No lo arruinaré tan rápido — 
dije. 
—Yo podría… —se interrumpió a sí mismo cuando un hombre se le 
acercó y empezó a hablarle de su madre y de no sé qué más. 
Los otros tres se habían dispersado por la sala, por lo que hice un ademán 
de seguirlos. Sin embargo, me detuve cuando Ross me echó una ojeada 
significativa. Pobrecito. No iba a dejarlo solo. 
Me mantuve a un lado y dediqué unas cuantas sonrisas educadas al 
hombre cuando me miró. Ross hablaba con él con soltura y, como siempre, 
siendo estúpidamente encantador. 
Cuando el hombre se marchó, volvió a girarse hacia mí, suspirando. 
—¿Lo conocías? —pregunté, curiosa. 
—No tengo ni idea de quién era. 
Negué con la cabeza, divertida, mirando a mi alrededor. 
—Oh, no… —Ross me agarró de la muñeca y empezó a arrastrarme con 
él a la sala contigua—. Vamos, corre.

—¿Qué…? 
—Amigos de mi madre muy pesados que todavía no me han visto —me 
dijo rápidamente. 
Sin embargo, en el momento en que pusimos un pie en la otra parte de la 
galería, una pareja se interpuso en nuestro camino. Sonreí ampliamente a 
Ross cuando vi que la conversación iba a ser larga. Esta vez lo dejé solo ante 
el peligro mientras me dirigía a la mesa de aperitivos. Necesitaba quitarme los 
nervios de encima y, sinceramente, la comida parecía una buena distracción. 
Con una copa en la mano, decidí pasearme por la sala principal. Los 
cuadros me parecieron más bonitos de lo que me esperaba con la descripción 
de Ross. Algunos me llamaron más la atención que otros, pero también los 
había que no me gustaban demasiado. Me quedé mirando cuatro cuadros 
juntos de un coche azul. En cada uno avanzaba por el lienzo hasta perderse en 
el último. 
Reconozco que estaba un poco aburrida cuando busqué a Ross de nuevo 
con la mirada. Lo vi en la entrada de la sala. También pareció estar 
buscándome e hizo un ademán de acercarse cuando nuestras miradas se 
cruzaron, pero se detuvo abruptamente porque tres hombres se interpusieron 
en su camino. 
Así que, otra vez sola, me metí en la sala que me quedaba por recorrer. 
Ahí, los cuadros parecían ser un poco más… nostálgicos. Más tristes. Incluso 
los colores eran más apagados. El que más me llamó la atención fue uno de 
una niña, de espaldas, asomándose a un balcón. Estaba en blanco y negro; la 
única nota de color era el vestido amarillo de la niña. Me quedé mirándolo un 
momento. 
Entonces me di la vuelta y vi que Ross estaba intentando no perder su 
genuina simpatía mientras ahora hablaba con un nuevo matrimonio. Nuestras 
miradas se cruzaron y casi pude ver que me suplicaba que lo ayudara. 
Divertida, tomé un sorbo de mi copa y me acerqué a ellos. 
Por el camino, fui maquinando mi estrategia. Tuve que hacer grandes 
esfuerzos para no reírme cuando me detuve a su lado y me miró con esa 
sonrisa simpática que le estaba dedicando a todo el mundo. 
Sin embargo, él se me adelantó cuando vio que iba a decir algo y mandó 
todo mi plan al cubo de basura de lujo que había a unos metros de nosotros. 
—¡Cariño! —exclamó alegremente, acercándose. 
Dios, ya parecía Lana. 
La pareja se giró hacia mí con la misma expresión de sorpresa que tenía 
yo en la cara. Y que se intensificó cuando Ross se detuvo a mi lado y entrelazó los dedos con los míos. 
Con beso corto en la boca incluido. 
Creo que mi cara ya era del mismo color que el coche rojo del cuadro que 
teníamos al lado. 
—¿Por qué no me has avisado de que habías llegado? —me preguntó—. 
Hubiera ido a buscarte a la puerta. 
—Eh…, y-yo… 
—Si me disculpan —dijo amablemente a la pareja, señalándome con la 
cabeza—, hace mucho que no veo a mi prometida. ¿Les importa…? 
—Oh, en absoluto. 
La mujer y el hombre se despidieron de mí con sonrisas amables. En 
cuanto hubieron salido de la sala, Ross suspiró, aliviado. 
—Por fin. Creí que no se irían nunca. 
—¿Prometida? —repetí, todavía roja de vergüenza, soltando su mano—. 
¿Ha sido lo primero que se te ha ocurrido? 
—Pues la verdad es que sí. Y ha sido creíble. —Me dedicó una sonrisa 
deslumbrante—. Nuestra química es innegable. 
—No hay ninguna química. 
—Sigue diciendo eso hasta que te lo creas. 
Abrí la boca para replicar, pero se acercó una nueva mujer. Ross la saludó 
con un gesto de la cabeza y me enganchó con el brazo, guiándome 
rápidamente a la sala principal. 
—¿Hay algo peor que encontrarte con amigos de tus padres que no has 
visto en años? —preguntó, suspirando. 
—Pero ¿cuánto hace que no vienes a una exposición de tu madre? 
—Yo vine hace dos meses. Ellos vinieron hace tres años. 
—Oh. 
Sonrió. 
—Soy un buen hijo —dijo, orgulloso—. A veces. Cuando no tengo nada 
mejor que hacer. 
—El hijo del año —dije, negando con la cabeza. 
—También podría ser un buen prometido. Pero como no tenemos 
química… 
—Oh, cállate. 
Alcancé un canapé al pasar al lado de la mesa de comida y me lo metí en 
la boca. Sí, los nervios me daban mucha hambre. 
—¿Y por qué no ha venido Mike? —pregunté—. También es su madre.




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